divendres, 30 de juliol del 2010

Memorias de un oso

Avui us explicaré una història que no tracta de cap ésser viu. Em van demanar un relat sobre un objecte qualsevol, com per exemple, alguna cosa que tingués a l’escriptori. No hi havia res que em donés cap idea fins que vaig veure al protagonista d’aquest conte, assentat tranquil•lament al costat d’uns arxivadors i delerós d’explicar-me la seva vida. Suposo que pensareu que m’ho acabo d’inventar tot, però, de veritat us dic, que jo no ho tinc pas gaire clar. No és que el concepte de la vida interior dels objectes sigui gaire original. En realitat crec que hi vaig pensar quan vaig recordar un personatge citat per Luciano De Crescenzo al seu divertit llibre "Historia de la Filosofía Griega". Es tractava d'un home napolità que es deia Peppino Russo. El senyor Russo creia en l’ànima dels objectes; la definia com una mena de pàtina que de mica en mica va transformant aquell ésser inanimat i li dóna una vida misteriosa, que ens parla a través de les emocions. En el llibre, ell explicava com arran de la mort del seu pare, després de no trobar cap mena de sentiment en la contemplació del seu cadàver, va quedar desfet quan va recollir els petits estris que havia fet servir en vida: unes ulleres, una ploma estilogràfica, la vella cadira de braços. Per a Russo, l’ànima, essència o personalitat (digueu-li com vulgueu) del seu pare, estava amagada allà, no a les despulles que van colgar i ni tan sols a un cel distant i problemàtic. És un fenomen que moltes persones hem experimentat després de la marxa d’un familiar molt estimat: que les seves coses ens porten records intensíssims que ens poden colpir fins al punt de plorar amargament davant d’un mocador de cap mentre que durant la vetlla i l’enterrament no hem deixat anar ni una llàgrima. Que això passi o no per causa de la vida privada de les coses ja és un tema molt diferent, però si més no, ha donat prou suc per escriure aquest conte.



Su vida empezó en el taller de peluches de Paco. En realidad, no nació todo entero como los ositos de verdad, que ya se traen consigo todo su equipaje genético completo y se han de limitar a crecer. En su caso, fue algo más complicado. De la fábrica de fibras sintéticas vino el miraguano que le dio cuerpo; de la de hilaturas, su piel marrón oscura de poliéster de aspecto lanoso, ya cortada según el patrón. La factoría de complementos para juguetes envió la caja de ojos de duro celuloide de la que salieron los suyos. Una empleada del taller lo montó, le hizo un hilván y lo rellenó y otra lo cosió con la overlock. Todo el proceso duró exactamente seis minutos y veinte segundos, diez segundos más de los que marcaba el protocolo de trabajo. Paco se despachó a gusto con aquel par de tortugas y el siguiente oso estuvo a punto en seis minutos y nueve segundos, con gran contento de todos los implicados y una cierta envidia de nuestro amiguito, que hubiera querido ser el campeón de velocidad y no lo consiguió.

Un empleado del almacén lo apretujó con catorce de sus hermanos en una caja de cartón y todos juntos hicieron un traqueteante viaje hasta el establecimiento de Anita, donde quedó guardado en la trastienda mientras uno de sus compañeros, que tenía los dos ojos cosidos un milímetro más arriba que él, era colocado en una estantería junto a una oveja de lana blanca que se asustó mucho de ver en qué compañía tan inquietante la habían dejado. Un poco más y se pone a balar de miedo.

El modelo tuvo tanto éxito que nuestro osito salió pronto a la venta. Lo envolvieron con un papel amarillo estampado de flores azules y en el paquete pusieron un lazo escarlata casi tan grande como él y una etiqueta autoadhesiva que rezaba: “Espero que te guste”.

Así llegó a casa de Puri, que abrió unos ojos como platos cuando desenvolvió su regalo y encontró aquel oso regordete de morrito encantador, con unos ojos redondos e inocentes que parecían decirle “mímame mucho”. Puri le puso de nombre Sindo y se dedicó a explicar a todo el que quiso escucharla que en realidad el oso le había dicho que se llamaba Gumersindo, pero que como era demasiado largo, en Sindo se había quedado.

El muñeco se pasó una buena temporada haciendo de rey de la habitación, sentado en el centro de la camita de Puri, donde hacía juego con la colcha. Pero al cabo de un tiempo fue relegado al estante de los libros con la idea de que se dedicara día y noche a sujetarlos para que no se cayeran. El pobre bicho no tenía tanta fuerza como todo eso -después de todo era un peluche blandito -, así que los libros iban a parar al suelo una porción de veces al día. Puri se cansó y lo relegó al armario de los juguetes pasados de moda.

De allí lo rescató el pequeño Alex, un bebé primo de Puri que fue un día de visita, y que dado que su madre estaba fuera de casa y se veía obligada a guardar la compostura, aprovechó para coger una barraquera monumental. Cuando le enseñaron el oso mientras le hacían toda clase de cucamonas se calmó en el acto, lo abrazó, y ya no se despegó de él hasta que se echó novia, en el instituto. La chica quedó encantada con el muñeco y se lo llevó como prenda de eterno amor. Al cabo de una semana, después de discutir con Alex hasta quedarse ronca por si la mochila se lleva así o asá, le tiró el oso por la cabeza y el chico se disgustó tanto que mientras lo llevaba a casa cogido por una pata, en un arranque de furia lo tiró al primer contenedor de basura que encontró por el camino. Media hora después volvió a buscarlo mientras derramaba ardientes lágrimas, pero había hecho tarde: Sindo había salido para siempre de su vida.

Pero, ¿adónde había ido? Los ositos de peluche no se mueven solos. Lo que había pasado es que, apenas cinco minutos después de aterrizar en el contenedor, al oso le echó la vista encima Milagros, una mujer que empujaba un carrito y pasaba el día abriendo las tapas de los basureros para ver qué de bueno podía encontrar. Aquellos ojitos zalameros le hicieron gracia y sentó inmediatamente al peluche en lo alto de su cosecha de cartones y desperdicios del día. Allí iba Sindo como un rajá sobre su elefante, más orgulloso que nunca. Pupi, el chucho que compartía la vida de Milagros, le cogió celos, y un día consiguió clavarle los dientes y hacerle un agujerito. Aunque pronto fue rescatado, por el orificio se iba desmigando el miraguano grumo a grumo. Después de aquella primavera revuelta y ventosa que les llenó las narices de polvo y los cartones mojados de hongos, llegó el verano con su sol implacable, y a Sindo se le quedó la piel descolorida de marrón a canela; después vino el otoño con sus lluvias incesantes que lo remojaron y desencajaron de tal manera, que entre ellas y el agujero, del relleno original quedó más o menos la mitad; y finalmente apareció el invierno y con él un frío atroz. La buena mujer fue una noche a refugiarse a un dormitorio de indigentes y cuando despertó el osito había volado. En vano fue que se dedicara a repartir papirotazos a todos los colegas durmientes y diera dos voces al encargado: nadie sabía que había sido de Sindo.

Pupi se lo podría haber explicado, si hubiera querido, claro. Con más astucia que Yago intrigando contra Otelo había agarrado al oso por una oreja y con mucho sigilo lo había llevado hasta el otro lado de la habitación, donde lo escondió debajo de una cama. Después sólo tuvo que volver junto a Milagros, hacerse el dormido, y poner cara de inocente durante el interrogatorio mientras movía el rabo como si todo aquello no fuera con él.

Pepita, la mujer que de cuando en cuando pasaba el mocho, lo encontró allí, y la expresión lastimera del peluche la conquistó. Lo llevó a casa, lo lavó, le puso más relleno, lo cosió y se lo regaló a su amiga Dora por su cumpleaños. Buen dinerito que se ahorró con el tal regalo. Dora no sabía que hacer con aquel trasto y lo metió en el altillo, donde Sindo quedó olvidado una buena temporada, acumulando polvo y telarañas y cultivando una forzada amistad con una familia de cucarachas. Con la crisis del sector, Dora perdió el puesto que tenía en una fábrica de componentes de automóvil, agotó el subsidio de desempleo y se quedó con una mano atrás y otra delante. Sólo encontraba trabajillos miserablemente pagados y como no tenía familia y empezó a atrasarse con el alquiler no le quedó otro remedio que dejar el piso y buscarse una pensión. Allí tuvo que compartir la habitación con una pobre prostituta - aún más maltratada por la vida que ella -, que hacía la calle bajo los soportales del mercado central. Cuando el nuevo inquilino de su antiguo piso se dedicó a abrir todas las puertas y a vaciar todos los cajones, encontró al oso hecho un guiñapo bajo una tonelada de detritos. Muerto de asco lo cogió con unas pinzas largas -no fuera a contagiarse de la lepra -, y con muchos aspavientos lo metió en una bolsa gigante de plástico que le habían dado en un conocido centro comercial; lo acompañó de un montón de papelotes sucios, un libro descuajaringado, un par de tazas desportilladas y un flexo sin bombilla, y como era un sucio y un descuidado lo dejó en el suelo al lado del contenedor porque le daba pereza subir la tapa.

Sindo sacaba una oreja, un trozo de pata y un ojo fuera de la bolsa y así fue como Toni lo vio: pidiendo auxilio mientras se ahogaba en un mar de porquería. El niño lo rescató y lo entró en su habitación de escondidas de su madre, que buena bronca le habría echado si hubiera visto a su hijo confraternizando con aquel desecho polvoriento. La mamá de Toni tenía el puntillo de que en su casa no había entrado jamás ni una mota de suciedad. El chiquillo consiguió llevar al peluche disimuladamente hasta el baño, bien escondido debajo del jersey, y mientras se duchaba aprovechó para remojarlo con agua tan caliente, para matarle los microbios, que el osito casi se escalda. Después le pasó el secador de pelo, lo cepilló, y lo dejó hecho un primor. Con la cinta roja de la pastelería que ataba el envoltorio del tortel del domingo le hizo una corbata y unos galones que le cosió con cuatro puntadas desiguales; le frotó los ojos con un trapo empapado en limpia cristales hasta que brillaron como estrellas y acto seguido vino a llamar a mi puerta exudando orgullo por todos sus poros:

- Mira, Isabel, mira que peluche tan chulo he encontrado en la calle.

- Sí que es bonito, sí, aunque parece ya algo viejito. ¿Para qué lo quieres? Eres muy mayor para jugar con ositos, ¿no?

- Es que estoy haciendo un ejército de muñecos. Como tengo pocos soldados del War Boys voy reclutando todos los que encuentro. A Mari Pili le he secuestrado dos Barbies, a Santi el tentetieso y a mi madre aquel Pierrot tan horroroso de la lágrima. Están todos escondidos en mi habitación y ahora que ha llegado el General Oso, ya puedo empezar la batalla. ¿Qué te parece?

- Me parece, Toni, que tendrías que devolver a todos los pobres rehenes, que a nadie le gusta que le metan a la fuerza en una guerra que ni le va ni le viene. Confórmate con tus War Boys y deja tranquilo al oso, que diría yo que ya no está para tantos trotes.

El pequeño puso cara de duda pero mis razones le habían llegado al corazón. No hay como ser el confidente de un niño. Miró y remiró al peluche y finalmente me dijo:

- Si lo ve mamá por casa me reñirá. Pero me da pena volverlo a tirar. Mira que carita, pobre. ¿Tú te lo quedarías?

- Claro – sonreí -, lo podemos poner aquí, en mi escritorio, así me hace compañía mientras le doy al teclado. Y puedes venir a visitarlo siempre que quieras, ¿qué tal?

Toni estuvo totalmente de acuerdo. Desde entonces Sindo observa atentamente mi trabajo y me ha dado unas cuantas buenas ideas. Para empezar, me explicó su historia tal y como la he transcrito aquí. Supongo que todo es más o menos cierto, aunque tengo mis dudas respecto al arrepentimiento de Alex y el destino de Dora, sobre todo de esto último. Es imposible que el oso sepa lo de la pensión, pues él se quedó en el piso. Mucho me temo que es su venganza por el desprecio con que Dora lo trató. Quizá si hubiera sido más cariñosa con él, este relato sería diferente. A lo mejor ahora yo podría explicar que la mujer se casó con un millonario y está navegando por el Caribe.

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