—Pues bien, señorita Pardo, ya verá usted que esta es una empresa seria, bien dirigida y con personal de primera. Aquí no contratamos más que a trabajadores de reconocida solvencia profesional, como usted. Bien preparados y de impecable conducta. Desde luego, los tiempos no son buenos y no podemos pagar sueldos tan altos como nos gustaría, todos hemos de estrecharnos el cinturón, pero al menos nos ganamos decentemente la vida. Tampoco estamos para gastos suntuarios: ni se tira material ni se despilfarra en lotes navideños ni nada por el estilo. En fin, ya verá que el ambiente es amigable y distendido, aunque, eso sí, todos hemos de dar el máximo y no distraernos con tonterías.
Esta era la bienvenida que me estaba dando un hombre gordo, bajo, calvo, bigotudo y mal encarado ante el que acababa de firmar el contrato laboral. Se trataba de una empresa pequeña, mezquina, enclavada en un barrio marginal y deprimente. Me costaba más de una hora hacer el trayecto desde mi casa, que estaba situada en un barrio obrero pero digno y alegre. En otras circunstancias no habría aceptado un empleo en un lugar así ni por pienso, pero una terrible crisis había destruido centenares de empresas, no encontraba trabajo en ningún sitio y alguien me recomendó. Así fue como hace ya más de veinticinco años aterricé en la Gestoría Administrativa López Hermanos.
Rubén trabajaba en aquella oficina desde varios meses antes de que llegara yo. Era un chico de unos veinte o veintidós años, no muy agraciado, con la cara llena de acné, de vestir descuidado y además greñudo. Más bien alto pero bastante grueso, daba la sensación de que su corpulencia se debía no tanto a problemas alimentarios o de estructuras corporales heredadas, como al hecho de ser un poltrón. Simpático, aunque de conversación muy limitada, al principio yo no le encontré nada de interesante, en absoluto, pero me caía bien de esa manera vaga en que en general nos suele caer bien la gente sin sustancia.
Aunque único varón joven, no era un muchacho precisamente popular en la oficina. El resto del personal consistía en el ya presentado jefe, su hermano el contable, un abogado por horas y una porción de chicas del barrio sin formación ni experiencia —así se les podía pagar una miseria—, todas de pocos años y aún menos seso, que le daban bastante de lado. Cuando, en días sucesivos, fui haciendo preguntas sobre él, las respuestas fueron de todo pelo:
—No me gusta como trabaja. Y además tengo dudas de si viene duchado o no— decía una.
—No es mal chico, no, pero se entretiene demasiado hablando y no es puntual— apuntaba otra.
—Es más callado que una ostra. Pero mejor, porque si habla, sólo dice memeces. Además es feo con avaricia— comentaba la de más allá.
—Es bastante simpático, pero yo no me fiaría, mi madre dice que es medio delincuente— te soltaba la de al lado.
—De físico no está mal, pero no es mi tipo, va de listillo. Y cuenta unos chistes de muy mal gusto— se quejaba alguna más.
Aquel centro de trabajo no era ninguna bicoca. El hermano López mayor, al que llamábamos “el jefe”, y que era quien había puesto el dinero para el negocio, era un auténtico y absoluto negrero; el pequeño López hacía de contable y no era más que una sombra sin ningún espíritu que ni siquiera se sentía capaz de sacar la nariz de sus libros de cuentas corrientes. En cuanto al abogado, era un hombre taciturno que venía cada tarde a pasar un par de horas sentado en un rincón por redondear un sueldo de funcionario, y que se limitaba a llegar, meter la cabeza en los papeles, y de vez en cuando dar alguna orden o pedir un café. Si por una de aquellas casualidades levantaba la vista, se contentaba con mirarnos a todos de arriba abajo, como seres inferiores que éramos, y volvía a entregarse rápidamente a sus quehaceres sin molestarse más. Las jovencitas hacían piña aparte y en general, pasaban el poquísimo rato que podían distraer del trabajo en risitas tontas y bromas insulsas.
Yo no me llevaba mal con nadie, pero a mis treinta y siete años me sentía un poco desplazada entre dos superiores ariscos que no me hacían el más mínimo caso, el abogado de marras, que me miraba como si yo fuera un insecto poco corriente, y las yogurines y sus cuchicheos sobre el novio de turno, la salida del fin de semana y el cantante de moda. Cuando las fui conociendo mejor encontré entre ellas a personas muy válidas, pero de entrada, todas en montón y a simple vista, eran un poco agobiantes. Supongo que eso de alguna manera nos unió, a Rubén y a mí. Éramos dos seres sin nada en común con los demás. Extraños en el infierno (que no en el paraíso). Dos contra el mundo. O en este caso, dos contra la oficina.
Poco a poco, y sin que hubiera ninguna intención especial, nos fuimos aficionando a pasar buenos ratos hablando e incluso alguna vez llegamos a quedar a la hora de almorzar para tomar un café y charlar. A él le divertía explicarme cosas de su vida y andando el tiempo, y con gran asombro por mi parte, me fue convirtiendo en su confidente. Nunca entendí por qué: teníamos rutinas tan diferentes, nuestras aficiones estaban tan poco relacionadas unas con otras… en realidad diferíamos completamente en edad, gustos, y sobre todo, en nuestra manera de ver la vida.
Siempre he sido atenta y cumplidora con el trabajo y me gustan las cosas bien hechas. Soltera como era, pasaba las horas en que no trabajaba leyendo, cantando en un pequeño coro de aficionados, asistiendo a cenas, conciertos, teatro y cine con amigos y amigas muy similares a mí, e intentando sin mucho éxito sacar adelante una de esas carreras universitarias de vocación tardía que se alargan en el tiempo hasta el infinito y más allá. A él le juzgué desordenado, veía que se sacaba de encima todas las responsabilidades y hacía el gandul hasta donde podía llegar sin enfrentarse con los demás. Pero me acostumbré a escucharle, pues tenía una forma de hablar desinhibida que me hacía gracia; gastaba mucho desparpajo y se movía en ambientes que me eran totalmente extraños pero que de alguna manera llamaban a la puerta de mi imaginación. Aquel mundo canalla, lleno de bares de baja estofa, chicas fáciles y estúpidas sin otro atractivo que el puramente sexual (y a veces ni eso), exceso de bebida, situaciones límite y nocturnidad, no sólo no me gustaba, sino que lo encontraba francamente desagradable, pero Rubén sabía darle un sabor especial hasta a la anécdota más sórdida. No sé cómo, al final yo siempre acababa riendo.
Sus historias hedían a alcohol y rebosaban de broncas, palizas y hasta algún navajazo entre grupos rivales —claro que él no los llamaba así; me costó entender qué era aquello de lo que hablaba cuando, eufemísticamente, decía que había habido un pinchazo—. Al lado de tanta crónica de sucesos, que él relataba como si fueran emocionantes aventuras, mi vida parecía de convento de ursulinas; aunque he de decir que estaba muy segura entonces, tanto como lo sigo estando ahora, de que yo me divertía mucho, muchísimo más que él. En el fondo de todas aquellas andanzas se entreveía un foso de aburrimiento, de vida desperdiciada en falsas esperanzas. El horizonte de sus ideas era tan estrecho que daba realmente pavor: vivía única y exclusivamente para la diversión nocturna de la más baja ralea. «Si a eso se le puede llamar un ideal de juventud —pensaba yo entre mí mientras él se explayaba con los detalles de la reyerta de la noche anterior— prefiero mil veces ser vieja».
Yo intenté hacerle algunas reflexiones, pero sin pasarme: comentarios como al desgaire que le hicieran ver que podría labrarse una vida mejor y más plena. Me escuchaba con educación e incluso con deferencia, pero hizo siempre caso omiso de cuanto pude decirle. Mi vida y mis costumbres, para él, eran un palo, cosas buenas para personas pacatas y que no se atrevían a saborear la vida hasta las heces.
—Eres buena tía —me decía—, de lo mejor que corre por esta mierda de mundo. Pero eres de otra época, de cuando se llegaba virgen al matrimonio y se creía en Santa Claus. Algo así como si fueras mi madre, pero en simpático. No te enfades conmigo, ¿eh?
—No me enfado, pero, a ver… algunas de las cosas que explicas me preocupan. Eso de atacar entre cinco a dos que pasan por la calle porque no os gusta como van vestidos… Rubén, chico, has de ver que eso es algo… desagradable. La verdad es que no tengo palabras. No es ético, ni decente, y es un delito. Además, por lo poco que te conozco, no va contigo. Tú no eres así. Si yo paso por allí y no te parece bien mi peinado ¿también me pegarás? Creo que eres buena persona, pero te dejas llevar demasiado por tus amigos.
—Bueno —contestaba—. Si no hago lo que ellos, me tratarán de mariquita. Y no sufras, que con gente como tú nunca me metería. Esa especie de tíos va provocando sólo con el careto, ¿entiendes? En realidad se buscan los líos ellos solitos. Tú eres legal, a ti no te pasaría nada, te lo juro. Si un día, es un decir, te mueves por mi barrio, te veo y vas con alguien, o sola, tanto da… pst! Nadie te toca un pelo, ¡vaya!
Yo no lo veía claro, pero es inútil predicar en el desierto. Me limité, pues, a escucharle, y pensé que si me ponía muy pesada lo único que conseguiría es que me rehuyera. Y eso me habría sabido mal, ya que al final le había tomado cariño. Era para mí como un hermanito pequeño o un sobrino díscolo de esos a los que no puedes dejar de querer aunque sean unos trastos. Sólo empecé a desear que, corriendo en aquel desenfreno de vida, no llegara tan lejos que algún día ya no pudiera volver.
(continuará)
Caravaggio. Bacco adolescente (c. 1595) |
Vaya estilazo que tienes para escribir Isabel.
ResponEliminaLa historia engancha inmediatamente. Se me hace una buena historia sobre alguna de esas PYMES grises ubicada en algún barrio tristón-industrial de esos que abundan en Barcelona, donde todo el mundo carga y descarga en la calle y los cristales de las ventanas se encuentran pintados con pintura de aceite.
Me gusta mucho el micromundo de los personajes, cociendose a fuego lento dentro de esas cuatro paredes, con el ruido de la calle de fondo, el teléfono sonando y el olor a café del bar de la esquina.
Me tienes en vilo con la continuación.
Saludos
Juan