Un buen día, Rubén entró en la oficina acompañado de una chica jovencita y muy mona, aunque de aspecto algo tímido. El jefe nos llamó a todos a generala y una vez reunidos nos anunció que aquella era Charo, la hermana de Rubén, y que se incorporaba a la empresa para cubrir un puesto vacante de mecanógrafa. Le dimos la bienvenida con bastante cordialidad, pero ella apenas contestó a nuestras frases: se la veía más confusa que otra cosa. No le di mayor importancia. Pensé que si era como su hermano no haríamos gran cosa de ella.
Mi trabajo implicaba numerosas entrevistas fuera del despacho y justo entonces fueron a más; algunos días ni siquiera me daba tiempo de pasar por la oficina más que un corto rato, así que apenas la veía. Nadie me comentó nada y supuse que se desenvolvía sin problemas. Apenas llevaba la chica una semana en la empresa; un día en que yo casualmente volví a media mañana encontré en la zona reservada a los clientes un buen alboroto. Un hombre de mediana edad voceaba como un timonel de regatas mientras el jefe se parapetaba en su cubículo aparentando no estar y las empleadas se turnaban en intentar apaciguar al quejoso. A varias se les escapaba la risa y una de ellas me guiñó un ojo.
—¡Yo he pagado y merezco un servicio! ¡Si no, para qué me dijeron que lo podía sacar! ¿Eh?
—Lo sentimos, pero según el Ministerio, en el certificado de matrimonio no aparece esta señora que nos dijo, sino… mmmm Dolores Fernández Mo…
—¡Ese pendón no es mi mujer! Hace diez años que no la veo, me dejó más plantado que un ajo.
—Ya, pero, sintiéndolo mucho, con Maria Elena Gracia tampoco está usted casado.
—¡Lo estoy ante Dios! A ver si va a saber más su Ministerio que Dios.
—Lo está ante Dios, pero no ante el registro civil ¿qué quiere que le diga? Pase usted por la vicaría o el juzgado y verá como le apañamos un certificado…
—¡No puedo, joder, no puedo! La Lola, la muy pendón, se escapó y no he vuelto a saber de ella. Ahora, después de tantos años de ser feliz con mi Elena me piden un papel, nada, para el colegio de la niña, que es de monjas… ¡anda ya! Y me salen con éstas. ¿Y ahora qué hago yo?
Como no estaba en mi mano solucionar el desaguisado preferí entrar en el despacho. Iba distraída, maravillada del choque entre realidades divergentes que se estaba produciendo en aquel lugar tan anodino, cuando advertí que Charo estaba sentada a su mesa, sola. Permanecía inmóvil frente a la máquina de escribir mientras fijaba la vista en un papel en blanco puesto en el rodillo. Al mirarla con más atención me di cuenta de que estaba llorando. Me quedé asombrada y me acerqué a ella:
—Charo, ¿qué te pasa? ¿Tienes algún problema? ¿Te encuentras mal? ¿Puedo ayudarte?
Me miró con ojos acuosos, pero fue capaz de contestarme con claridad, aunque en susurros:
—El jefe me ha mandado escribir unas cartas. Se las acabo de presentar, pero he cometido varios errores y quiere que los rectifique. Hay que volver a mecanografiarlas todas.
—Bien, ya entiendo que no te haga gracia repetir el trabajo, pero…
—No es eso —dijo la chica—, no me importa hacer las cosas las veces que sea necesario hasta que estén bien, ni me disgusta trabajar. Lo que pasa es que mi hermano le dijo al jefe que yo sabía escribir muy bien a máquina, y como yo quería el trabajo le dejé mentir. ¡Pero no tengo ni idea! Hasta ahora he tenido suerte porque nada era urgente, lo iba escribiendo todo con dos dedos y ya está. Pero ahora sí se dará cuenta, porque me está esperando. No soy capaz de volver a hacer todo esto en poco rato. ¡Perderé este empleo, y lo necesito! No sé qué voy a hacer. ¡Qué vergüenza!
Charo se puso a llorar otra vez. Me conmovió muchísimo. En un momento me había dicho más de sí misma que otras personas en años de conversaciones baladíes. A mí no me controlaban el tiempo tan estrechamente como a los demás; el jefe ni siquiera sabía que yo estaba ya de vuelta en mi puesto, estaba demasiado escondido tras la miserable mampara de pino para darse cuenta de nada. Además, el marido doble estaba divirtiendo a buena parte del personal. Cogí las cartas y me llevé a Charo a mi mesa.
—Díctame —le dije—. Vamos a ver si en diez minutos está todo acabado.
La chica me miró por entre sus lágrimas con una expresión indescifrable, pero vino mansamente conmigo y al poco el trabajo estaba listo. Charo lo presentó, el jefe dio su visto bueno y la envió de vuelta con más cosas, pero ya sin tanta premura. Ella se paró ante mi puerta:
—Gracias, muchas gracias. No sé cómo te lo voy a pagar.
—De ninguna manera. Somos compañeras, ¿no? Pero mejor será que hagas un cursillo y te pongas al día.
—Ya me había dicho Rubén que eras una tía legal. Y que sepas que yo no olvido.
—Tonterías —sonreí—. Pero la verdad, yo también creo que tú eres una tía legal. Me parece que nos vamos a llevar bien.
No me equivoqué en absoluto. Charo resultó ser trabajadora, responsable, y además un encanto de chica, alegre y dicharachera. Representaba algo así como la otra cara de la moneda de su hermano. Tenía aquella simpatía y don de gentes que me habían conquistado, pero un temperamento en todo opuesto al de él. Consiguió hacerse un hueco en aquella especie de oficina siniestra, subió de categoría y se ganó, si no la amistad, al menos el respeto de los superiores —el que eran capaces de dar, que no era mucho— y el aprecio de sus compañeras. Una cosa que nos hacía a las dos mucha gracia era que habíamos nacido el mismo día, pero con veinte años justos de diferencia. Charo decía que yo era algo así como su otro yo, su personalidad más madura, lo que ella sería cuando llegara a mi edad.
No era una santa de altar. Andaba por ahí con un novio alto y musculoso con pinta de matón de barrio y pasaba los fines de semana de discoteca en discoteca. Pero curiosamente estaba en posesión de una elevada ética que le impedía cometer errores irreparables, y de grandes dosis de sentido común. Memorable fue el día en que apareció en el despacho con un vestido ligero de verano largo hasta la rodilla. Aunque ella no vivía lejos había tomado por costumbre acompañarme a la salida hasta la parada del metro, decía que así podíamos hablar cosas que no eran posibles ante las orejas enhiestas de las compañeras. Aquella tarde, y en medio de la santa acera, recogió la falda y con la ayuda de un cinturón se la subió tanto que casi dejaba ver la ropa interior, a la vez que mostraba al mundo un par de piernas estupendas y bien torneadas. Ahora estas cosas son de lo más corriente, pero en aquella época yo no había visto jamás una minifalda tan descarada. Más de un hombre que pasaba debió de dar un traspié. Me quedé boquiabierta:
—¡Charo! ¡Pero qué haces, criatura! Por poco te subes el vestido hasta el cuello…
—Este vestido es así —rió ella—, es como se lleva. Lo que pasa es que en el despacho no puedo presentarme con esta pinta, los clientes me tomarían por un putón y daría muy mala imagen. Pero a mí me gusta esta ropa. Yo para trabajar me contengo. ¡Tendrías que verme los fines de semana! El domingo pasado llevaba unas mallas de leopardo y una camiseta de agujeros que se me veía todo, como soy tan plana no me pongo sostén ¿ves? Pues estaba tan sexi que un tío viejo que me vio en el tren me ofreció hacer cine porno. Dicen que se gana un pastón, pero no sirvo para eso. No veas mis padres, pobres, si se enteraran. Prefiero currar en la ofi y que estén contentos. Con todo lo que están pasando…
—¿A qué te refieres? —Le dije— ¿Tenéis algún problema en casa?
—Rubén, tía, no sé qué le pasa. ¿No lo ves un poco raro últimamente?
—Más bien es que no lo veo. Antes hablábamos mucho pero ahora que lo pienso ya casi no nos decimos nada. Como tengo tanto trabajo y él pasa tantas horas en la otra oficina nos hemos distanciado un poco. ¿Tiene problemas con chicas, o con alguno de esos amigotes que gasta?
Charo se quedó silenciosa. Miraba nerviosamente a un lado y a otro y se veía claramente que no sabía cómo decirme lo que pasaba por su cabeza. Finalmente se decidió y empezó a explicarme los continuos cambios de humor de su hermano, que desaparecía durante fines de semana enteros y muchas otras noches ni siquiera iba a dormir. Que no sabían de donde sacaba el dinero que gastaba a manos llenas, visto que si tenía que salir de la nómina de López Hermanos dudaban que diera para tanto. Que se desmejoraba mucho y adelgazaba a ojos vistas. Que ya no quería hablar de nada con nadie de su familia y que no sabían ni con quién iba ni a qué. Que las discusiones violentas eran continuas. Que se temían lo peor... Me quedé horrorizada y decidí hablar con él al día siguiente sin falta.
Varias semanas atrás habían enviado a Rubén a trabajar a un despachito diminuto que le habian montado en un local a un tiro de piedra de la gestoría, tan lúgubre y destartalado que nadie lo quería ni dándole dinero encima; apenas había una mesa, dos sillas y un armario desvencijado, mientras que la iluminación iba a cargo de un fluorescente más parecido a un nido de polvo que a una fuente de claridad. Allí, en aquel cuchitril, pasaba solo toda la jornada. Cuando entré estaba sentado o más bien derrumbado en su silla. Rimeros de papeles desordenados se amontonaban en su mesa. Estaba fumando, pero no era tabaco. Me entró un mareo súbito y él apagó el canuto inmediatamente.
—Tía, lo siento, no sabía que la María te sentaba mal. Toma la silla, ya te doy un poco de aire.
—Rubén, estás como un cencerro. ¿Cómo se te ocurre tomar droga en el trabajo? Te van a despedir. Además he hablado con Julia, tu enlace, y me ha dicho que vas muy retrasado y que te equivocas mucho. Hemos de hablar, esto no puede ser.
—No pasa nada, tía, no te amontones por un poco de fumata. Lo que pasa es que voy corto de sueño ¿vale? Unos días malos los pasa cualquiera. Además los colegas no paran de… —se interrumpió.
—Rubén, vigila. Te estás metiendo en algo de lo que no vas a salir fácilmente. Piensa en tus padres, en tus hermanos, ¡en ti mismo! No te hagas esto.
—Así que Charito se ha ido de la lengua, ¿eh? Sólo falta que ponga un anuncio en el Diario de Avisos, la muy bocazas.
—Charo está muy preocupada por ti, y…
—Charo se está volviendo como una monja, es más tonta que mi abuela ¡y no es poco! Y tú no sufras tanto. Por un par de rayas el finde no hay para ponerse así.
—¿Pero cómo que un par de rayas? ¿Estás tomando cocaína? Por Dios, te vas a matar. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿El caballo?
—¿Yo, caballo? Con lo que me asustan las agujas. Yo no me pincho ni loco, te lo juro. Si cuando veo sangre me mareo. Oye, mira, son días que uno lo pasa mal, y un poco de alegría extra ayuda. Luego lo dejo ¿vale?
Vino una visita y me tuve que ir. No volvió a hablarme nunca más ni a salir conmigo a almorzar, y cuando me veía aparecer fingía estar muy atareado con el teléfono. Yo me sentía inútil, inefectiva, absurda. ¿Para qué servía mi amistad si ni siquiera era capaz de llegar hasta su corazón? Poco tiempo después se despidió de la empresa, según él, para ir a un trabajo mucho mejor en que ganaría más dinero.
(continuará)
Caravaggio. Baco enfermo (c. 1593) |
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