dimecres, 6 de juliol del 2011

Cólera (y 2)

(Continuación)

«Hasta aquí hemos hablado de un príncipe. Ahora hablaremos de un monstruo.»
(Suetonio, Vidas de los doce césares. “Calígula”)



Empecé, de manera muy lenta pero continuada, a cambiar mi comportamiento según me encontrara en una u otra situación. Sonreía al profesor y obedecía puntualmente sus instrucciones... y después, desde la sombra, soliviantaba a los demás contra él; me encantaba organizar tremendas barahúndas en las que hacía el papel de Capitán Araña: yo salía indemne mientras que los compañeros que me habían perjudicado en algo quedaban metidos en el lío hasta las cejas. Sí, cuando por fin dejé de ser el sparring de todos los descerebrados me divertí mucho en mi etapa escolar. En casa hablaba de las clases como de una fiesta y explicaba anécdotas chistosas, callando todo lo desagradable, porque quería que el ambiente familiar fuera siempre de armonía y dulzura. Allí no dejaría entrar la maldad del mundo. Mis padres eran un par de almas del paraíso a las que había que preservar de la soez realidad; buenos como eran, de mí no iban a recibir más que cariño y bondad. Por mis ojos verían mi mundo y mi vida, no tal como eran, sino tal y como sus mejores sueños podían imaginar. Yo no tenía problemas, era dichosa, todos me querían y apreciaban. Mientras tanto, cada vez encontraba más horrible la suciedad, la hipocresía, la arbitrariedad y la doble moral del exterior.

Mira, un día decidí que en la familia seríamos vegetarianos. No te lo vas a creer, pero esta tontería me costó la primera y casi única pelea realmente seria en casa. Que allí no se dejaba de hacer estofado ni de comprar cantimpalo ni morcillas. Que si el ibérico, que si las chuletas, que si qué tienes que decir a un cochinillo o a una espalda de cabrito, o a un redondo de ternera. Y yo insistiendo, tirando la comida a escondidas, comprando libros de cocina vegana, llevando fotos de mataderos, explicando con pelos y señales las técnicas de matanza, despiece y desollado hasta que a mis padres les venían bascas. No callando, ni de día ni de noche; enfrentándoles a sus contradicciones entre la gula y el buen corazón, no cediendo ni un palmo de terreno, avanzando siempre. Hasta que mi madre, harta y agotada de mis embates, dejó de comprar carne, embutido, pescado, y lo sustituyó por cosas que no tenían cara, ni sangre, ni alma. Creo que comían a mis espaldas, y que se ponían las botas en casa de los tíos y de la abuela. Pero lo que es en casa, ni hablar. La satisfacción de llevar a los demás por el buen camino no tiene parangón. Las pequeñas debilidades que de cuando en cuando se permitían no podían esconder una verdad fundamental: en mi casa no se guisaban ni se comían cadáveres de asesinados. ¿Lo ves, como soy compasiva? Costó un poco de esfuerzo y algo de malos ratos, pero el triunfo fue total.

Al dejar el colegio tuve que cambiar de diversiones. Empezar a trabajar me trajo un entretenimiento nuevo: perjudicar a los sátiros del transporte público. Ja, ja, solo de recordarlo es que me parto de risa. ¿Te lo puedes imaginar? Uno de estos impresentables veía una chica mona, con cara timorata, y ya tenía a su presa. Era todo un espectáculo observar su lucha por situarse en un lugar estratégico, empujoncito por aquí, tirón por allá. Por fin llegaban a tu lado, y lanzaban la mano hacia su lugar preferido; sabían que hacían sufrir a las chicas —te juro que yo, la primera vez que me pasó, hubiera podido vomitar allí mismo del profundo asco que me invadió—. Pero les daba igual. Crueles, sádicos, no merecían nada más que desprecio y dolor. Yo esperaba a que la mano estuviera bien aposentada, después la cogía dulcemente, ellos se las debían de prometer muy felices —vaya, una putita— y cuando estaban más confiados, cogía fuertemente un dedo, dos, tres, y los tiraba con saña hacia atrás hasta que notaba el chasquido del hueso, del tendón. Una vez se me desmayó uno allí mismo; otras veces, con un grito sofocado, se apartaban tambaleantes. Jamás vi que ninguno me enfrentara con valentía, todos eran unos abyectos cobardes, buenos solo para torturar chicas indefensas. ¡Como reía yo después para mí, imaginando sus torpes explicaciones en casa, o en el hospital!

Pero —me dirás—, ¿por qué no actuabas tú con valentía? ¿Por qué no les dabas una buena hostia y les avergonzabas? Ay, las cosas no funcionaban así. Yo había empezado sublevándome, voceando, buscando justicia, haciendo patente ante los demás la desvergüenza del acosador: no servía de nada. Se reían de ti y el resto de la gente te miraba como a una loca. Me habían llegado a decir que era yo la que les había provocado, vaya usted a saber con qué oscuras intenciones, y que después me hacía la melindrosa. O que era una reprimida que imaginaba lo que en realidad quería. ¡Sí, me ponían en ridículo, a mí, su víctima! Después de soportar alguno de estos incidentes me pasaba la noche sin dormir, mientras la situación se repetía en mi mente hasta el infinito y aparecían nuevas sutilezas de desprecio que me ahogaban en furia. No, no, la fuerza de la mujer y la del débil ante la lujuria y la crueldad del macho es la astucia. No hay otra defensa. Meses de tragar bilis y mascar menosprecios me hicieron pulir la táctica que tan buenos resultados me daba. Después de tantos años aún estoy esperando que alguno de aquellos repulsivos especímenes me pusiera una denuncia. Cuando llegaba a casa me sentía orgullosa de mí misma, y no humillada. Triunfante, y no anulada. Por lo demás yo era (y soy todavía) la chica sensata, sensible y de buen corazón que criaron mis padres, no lo dudes. Solo los malvados llevaban su castigo, ¿qué mal hay en eso, me puedes decir? Así iba por la vida, sana y virtuosa, buena con los buenos y mala con los malos. Como dicen que es Dios Padre, ¿no? Pero luego todo se complicó.

Porque hubo algo que partió mi vida en dos, y fue algo terrible: una guerra. No aquí, claro. Aquí, gracias a Dios, hace mucho que no hay guerras, pero ésta fue lo bastante cercana y lo bastante televisada como para aterrorizarme. Nunca he entendido cómo la gente es capaz de ver el telediario durante la cena. Vas tragando verdura, lentejas, merluza con ensalada o hamburguesa con patatas fritas mientras la gente llora y grita, caen las casas en forma de lluvia de naipes y los políticos mienten como bellacos. Lo que es a mí, se me corta el apetito. Aquella gente, la de la guerra, se odiaba, te lo juro, se odiaba en serio. Ni cruces rojas ni guerra de caballeros ni carga de la brigada ligera ni vainas; horror, suciedad, sangre, miseria y muerte por todos lados.

Y conocí a una gentuza parientes cercanos de mis sátiros del metro: los francotiradores. Se apostaban en un lugar seguro, armados de su rifle telescópico y bien pertrechados con alcohol, comida y mantas, y se lo pasaban en grande matando (o mejor malhiriendo, hace sufrir más) a los más desprotegidos de las guerras, la población civil. Sí, tú sales de casa por necesidad, vas a trabajar en lo que puedes, vas a buscar comida para tus hijos, medicamentos para tu madre, una manta para el abuelo, atraviesas calles bombardeadas, esquivas nidos de ametralladora, y al final, cuando esperanzado llegas a tu destino, una bala inmisericorde te tumba y te deja desangrándote en pleno asfalto, para que tus gritos conmuevan a un vecino, que caerá a su vez por la bala siguiente, mientras el monstruo ríe en su guarida, arma en mano.

Y yo otra vez a no dormir por las noches, otra vez a ser superwoman y repartir tortazos entre los depravados. Otra vez a ver cómo nadie hacía nada, cómo las víctimas no tenían valedor. Hasta que un documental traído hasta aquí por uno de esos reporteros que solo saben trabajar entre bombas me presentó a una compañera espiritual. La mujer, de treinta y pocos años, madre de dos pequeñuelos, separada de su esposo que estaba en el frente, faltos todos de los recursos más básicos, había añadido otra actividad a las que ya tenía en la paz: cazadora de francotiradores. Había practicado el tiro olímpico y tenía buena puntería. Cada día invertía unas cuantas horas en salir con alguien como ella (siempre de a dos) y dar una batida en los barrios más castigados. Todas las técnicas de los ojeadores eran practicadas; todas las precauciones para que la presa no advirtiera la que se le venía encima. Una vez en el punto de mira, disparaban, secos, precisos. Nada de heridos, nada de testigos. A muerte. A borrar de la faz de la ciudad torturada a sus más ruines enemigos. Aquella actitud me gustaba, pero me preocupaba el hecho de matar. Estuve reflexionando durante un tiempo sobre si esa mujer hacía bien o hacía mal. Hasta que para mí la pregunta no fue «¿Por qué matar» sino «¿Por qué no matar?».

La Naturaleza no tiene ningún empacho en eliminar aquello que sobra, que es débil o defectuoso, y en deshacerse de lo nocivo y lo tóxico. ¿Por qué no matar aquello que nos perjudica? Puede que por empatía. Si yo tengo derecho a matar a otro, quizá (solo quizá) el otro tenga el mismo derecho a matarme a mí. Únicamente quien no siente empatía alguna es capaz de matar alegremente, ya que niega a sus víctimas un derecho que solo le asiste a él. Está claro, los asesinos no merecen piedad, no sienten empatía, niegan el derecho del otro, así que mi cazadora de criminales tenía toda la razón. ¡Qué juicios ni qué niños muertos! A saber cuando llegaría, la hora del juicio. Eso era una heroína, eso era un modelo a imitar. Lo primero que hice fue interesarme por encontrar un club de tiro, hacerme miembro y aprender a disparar. ¡Fue toda una experiencia! Sí, no había conocido jamás un placer como el de echarme el arma al hombro, apuntar cuidadosamente y hacer un blanco. Había empezado a verme a mi misma, arma en ristre, vestida con ajustadas mallas negras, paseándome por los terrados buscando violadores. La lástima es que no tengo nada de puntería, menudo desastre. Entre el ojo miope, la presbicia y mi mala pata natural, el porcentaje de aciertos debía de estar por el diez por ciento. Es que no podía ni pasar el test para el permiso de armas. ¡Yo que quería comportarme como un cazarrecompensas de spaghetti western y hacer bailar a mis víctimas hasta el agotamiento antes de rematarlas! Con mi arte balístico, como mucho iba a conseguir que salieran por patas ante el espectáculo de un contenedor convertido en escurridera y se largaran a otra esquina. Adiós a mi carrera de justiciera con fusil.

Pero sí que me sirvió para hacer relaciones, pues fue en la sede social de la federación deportiva donde un día conocí a Fernando. Era un hombre aproximadamente de mi edad, unos treinta años; alto y delgado, nervudo, moreno. Me gustaba, pero no me caía bien. ¿Te extraña? Pues mira, lo primero que supe de él es que en tiempos había sido cazador, que le encantaba ir a las corridas de toros, que venía de una familia de alto copete y que se consideraba extremista de derechas. Todo lo contrario que yo. Él también sabía de mi modo de ser y de mi procedencia. Y sin embargo, la atracción que sentíamos el uno por el otro era inequívoca. Quedamos varias veces, e incluso llegó a invitarme a pasar un fin de semana en su compañía. Me negué, claro está, una chica ha de defender su reputación. Pero a pesar de eso seguía aceptando su compañía para actividades inocuas, y él parecía disfrutar a mi lado. Por tácito acuerdo jamás rozamos siquiera los temas conflictivos, aunque estaba claro que lo nuestro no tenía, no podía tener, ningún futuro. Y sin embargo no lo podíamos dejar.

No nos planteamos jamás vivir juntos (¡ni casarnos!), eso hubiera sido un error. Cada uno, feliz en su casa, con sus manías y sus pósters en la pared, trabajaba (bueno, la que trabajaba era yo, el vivía de sus papás), leía, iba al cine o veía la televisión seis días por semana. El séptimo, un rato de tiro al plato, un paseo por la playa, una cena romántica. Todo era ideal. Hasta aquel día en que se marchó a Gredos a cazar el macho montés. Había contactado con alguien que conocía a otro alguien. Montaban cacerías ilegales para saciar su estúpido, su infantil, su despreciable ego de cazador frustrado. Esta gente de pasta son todos igual de impresentables. Le dije que si se marchaba, lo que es conmigo no volviera. Se pensó que iba de broma. Maldito asesino, se creyó en el deber de ponerme bajo la nariz una foto nauseabunda, mientras se reía de mis remilgos, como él los llamaba. Aquel hombre tan atractivo tuvo de pronto para mí el aspecto de una bestia. Quedé tan aterrada que despertaba de madrugada viendo el cuerpo del pobre animal, tenía tantas ganas de tirarme al cuello del individuo que hasta se me cortaba la respiración. Pero decidí que era mejor ser muy prudente. Fingí que, aunque enfadada, toleraba sus desvaríos. Volvimos a quedar, volvimos a salir, incluso fingí que algún día me dejaría convencer para lo del fin de semana. Y llegó mi momento, pues claro que llegó. A Fernando le gustaba mucho hacer el zascandil por la montaña y a veces me llevaba para que admirara su estilo y osadía. Todos sus amigos le tenían advertido: «Fernando, no hagas el burro que un día te la vas a pegar». Y vaya si se la pegó, ayudado, eso sí, por una servidora. Aún recuerdo la cara de tonto que puso cuando me vio empujarlo, la misma cara que mostró a todos los asistentes al sepelio mientras yo lloraba muy comedida con un pañuelo ante la boca para que no se me viera el rictus de alegría. Fernando, mi primer éxito en toda regla, no te olvidaré jamás. Ni lo bien que dormí durante muchísimo tiempo.

Pero había algo que me molestaba. Yo soy compasiva, ya te lo he dicho. Y que un alguien mate a otro alguien es cualquier cosa menos compasivo. Y sin embargo… un día fui al cine a ver una de esas reposiciones que cada vez tienen menos prensa. Una película de un tío bajito y feo que siempre explica (o explicaba) historias de Nueva York. Ahora le ha dado por viajar, pero antes se limitaba a las ocurrencias de su barrio, y le iba muy bien, la verdad. Aquella me pareció un crack. Vi la primera y última ejecución compasiva que en el cine ha sido. Maravillosa. Increíble. Aquella enfermera obsesiva moría de un solo y certero disparo en la frente mientras estaba admirando un precioso ramo de flores. Un trabajo impecable. O sea, que hay dos formas de matar. Para los inocentes, compasión. Para los culpables, no tanta. Eso sí, nunca se ha de llegar a la crueldad. Pero, ¿por qué habría que matar a una inocente como esa tonta enfermera? En este caso, porque estaba poniendo en peligro la paz del alma y la armonía familiar de un individuo bien provisto de cuanto de bueno se puede encontrar en este mundo, y que no soporta perderlo (maldito burgués). Pero el asesinato era de primera, eso había que reconocérselo. Y lo mejor de todo, ¡no le quedaban remordimientos! Claro que no, si se da a cada cual lo que se merece. Lo que pasa es que, hasta ahora, lo que es yo nunca he encontrado un inocente al que quiera matar. Solo culpables.

Por eso tengo compasión a medias, por eso no he ido rápida sino que me he entretenido en explicarte tantos fragmentos de mi vida. Pero… me estoy alargando demasiado, no debería ser tan complaciente conmigo misma. ¡Es tan agradable charlar de mis cosas! Ay, el tiempo es limitado, debo ya ejecutar lo que me ha traído aquí. ¿Y por qué, me dirás tú? ¿Se puede saber lo que yo he hecho para que vengas a matarme? Fácil. Te vi el día del ingreso, vi a tu familia bajar de un cochazo, les oí decir que no repararían en gastos… He visto a tus hijos y nietos pavoneándose con el móvil de última generación, luciendo modelitos de Gucci y de Dolce & Gabanna, bolsos Versace y cristalitos Swarovski. ¿Tú te crees que todo eso es gratis? A saber a cuántos habrás estafado para dejar a tu familia en tan buena posición. No es ese mi caso. Mis bondadosos padres apenas me dejaron el piso y cuatro duros después de trabajar toda su vida y morir como dos buenos cristianos, sin deber nada a nadie ni faltarle a nadie al respeto. Después de tanto estudiar, después de tanta cultura, mírame, lavando traseros y fregando cuñas sucias por una miseria haciendo el turno de noche en esta clínica para burgueses. Ya lo decía mi madre, que no hay rico, rico, rico, rico, que sea honrado, porque trabajando nadie se hace rico, porque si trabajando se hiciera uno rico, los burros serían los más ricos. Desengáñate, trabajando nadie se hace rico, rico, rico. Por eso me metí aquí, porque aquí os tenía a mano, ricachones que destrozasteis al señor Paco, que matasteis a la Ranita Simpática, que abusasteis de chiquillas, que disparasteis contra inocentes, que desangrasteis a mis hermanos al otro lado del mar. No te enorgullezcas, ni eres el primero ni serás el último. Y a mi no me pillarán como en esas películas en que el tonto del asesino se pasa de la raya y los de CSI se le lanzan al cuello por exagerado. Ni hablar, con uno por seis meses, o por año, hay más que suficiente. Solo para dormir mejor. Los fantasmas del pasado surgieron hace diez días, convocados de sus cenizas. Ahora estaré otra vez tranquila una temporada. Cuando de nuevo pase las horas revolviéndome en mi cama y solo rabie y sude y me inunde la cólera al recordar tantas injusticias… ya iré a por el siguiente. Sois muchos y no os acabaréis.

A ver si te pillo bien la arteria radial, con tanto suero y tanta historia nadie se va a fijar en este pinchacito. Sí, cincuenta centímetros cúbicos; hay más que suficiente. Inyecto, espero. Ya está, todo dentro, todo bien puestecito, tubos y electrodos en su sitio. Adiós, ya te despertarás en el infierno… o no te despertarás absolutamente en ningún sitio. Si es así, mejor para ti, pues te recuerdo que los mal enriquecidos languidecen en el octavo círculo, cubiertos de llagas o sumergidos en pez hirviente. Por eso, como compasiva que soy, te deseo que todo acabe aquí y no te espere ninguna otra vida, ni balanzas de libros blancos y negros, ni demonios ni lagos de fuego… pero tampoco el descanso, ni la eterna luz, ni el perdón. Eso se queda para nosotros, los compasivos, los misericordiosos. Para los que tenemos hambre y sed de justicia, y que brillaremos para siempre en el Empíreo, en un eterno sueño sin pesadillas, sin cólera y sin rabia. Donde para siempre, saciados, tranquilos y sin sufrir más delirios nocturnos, nosotros los piadosos, los caritativos, finalmente podremos dormir.

Evelyn de Morgan (1855-1919). Deianera.

dissabte, 2 de juliol del 2011

Cólera (1)

Aquest monòleg —que en bona part és deutor a Simone de Beauvoir i la seva Femme rompue (1967)— és fruit d’un estudi del meu interior, una anàlisi de la meva pròpia còlera. Això no vol pas dir que sigui jo qui parla, ni que totes les idees i experiències que volca aquesta dona siguin les meves, en absolut. Aquí hi ha records i vivències meves i també d’altri. Tots són certs però no tots són meus. Quant a les idees i reflexions, són de la protagonista del relat, que no és una altra cosa que un personatge literari. Però el que sí és cert és que quelcom que ets capaç d’imaginar està d’alguna manera dintre teu, i això ho trobo, si més no, una mica inquietant. Quins poden ser, finalment, els camins per on farem circular l’odi i la fúria?



«(…) Las madres que comprendan la poderosa influencia que pueden ejercer en las cualidades congénitas de sus hijos, tendrán ocasiones de observar que cada estado mental y emotivo del niño será efecto de la influencia que la madre deje sentir en la vida de la tierna criatura; y, por lo tanto, no ha de inculcarle durante la niñez ideas o impulsos de cólera, odio, envidia o malicia, ni malos pensamientos de cualquiera clase que sean; sino por el contrario, infundirle sentimientos de ternura, bondad, compasión y amor, que arraigando en el corazón del niño desde que nazca, exterioricen sus efectos en el alma infantil, en vez de permitir la manifestación de los vicios opuestos.»

(R.W. Trine. El respeto a todo ser viviente. Fecha de edición desconocida, anterior a 1940)


«¿Y a quién debo culpar? (…) ¿Es ella la delincuente, o su madre, o sus tías, o yo?... ¿Sobre quién..., sobre quién ha de caer esta cólera, que por más que lo procuro no la sé reprimir?»

(L.Fernández de Moratín, El sí de las niñas, 1806)


Bueno, ya estoy aquí; todo ha terminado, como puedes ver. O no, porque en estos momentos, hasta donde yo sé, ni eres capaz de ver ni tampoco de oír. Si no fuera así, no estaría hablando contigo, en absoluto. La discreción es imprescindible en mi caso. ¿Por qué te digo todas estas cosas, entonces? Quizá porque no tengo a nadie con quien hablar realmente, y me cansa explicarme las cosas a mí misma, día tras día. Es extenuante dar vueltas y vueltas a lo mismo con un interlocutor que no es otro que mi propia mente, mi propia red neural. Y me dirás que tú no eres más que un recurso de mi agotamiento emocional y que en realidad no me escuchas. Falso. La gente como tú es el gran receptáculo de las mayores verdades. ¿Nunca has visto una de esas películas sensibleras en que una actriz atribulada y siempre extremadamente sexy vuelca sus secretos más íntimos en la oreja de alguien muy parecido a ti? O, al revés, algún galán de moda se explaya en confidencias con alguien que es rasgo a rasgo tu versión en femenino. ¿Lo ves? En realidad, y según todos los guionistas de Hollywood, me estás escuchando y yo no pierdo mi tiempo; por el contrario, me estoy ahorrando mucho dinero: el de las tarifas de cualquier psicoalgo que, muy posiblemente creería su deber dejarme al descubierto. Y eso no me conviene en absoluto.

Vaya por delante que soy una persona compasiva. De toda la vida. ¿No me crees? No tienes por qué, claro, pero te aseguro que ya de chiquitita manifestaba un amor incondicional por los más débiles y desprotegidos. ¿De dónde debió de salir esta faceta de mi personalidad? De mis padres, supongo, de los que aprendí el valor de todos los seres vivos. Sí, aunque ahora te extrañe, te puedo asegurar que ellos me transmitieron que la vida —cualquier vida— era sagrada.

Qué encanto, los inocentes cuentos que me leía mamá. Yo me sentaba en sus rodillas, reclinada en su regazo, y las dos pasábamos hoja tras hoja de los libros de fábulas y relatos maravillosos, un día y otro día, hasta que de tan gastados perdían el color y la textura y se volvían frágiles y quebradizos entre mis dedos infantiles. En cuanto a papá, era un enamorado de la vida natural, y aunque nuestra familia no disponía, como otras, de alguna casa en un pueblo al que volver en verano —ni mucho menos de una segunda residencia en algún idílico lugar—, no se perdía ni una sola oportunidad de salir de la ciudad como tampoco un libro de plantas o una película de animales. Con él aprendí a observar el crecimiento de los geranios del balcón, el ciclo reproductivo de la mosca común y la variación estacional del almez que medraba ante nuestra portería. También con él aprendí tiempo después, cuando en casa entró la televisión, a amar a Jacques Cousteau y a Félix Rodríguez de la Fuente…

Todo esto te debe de parecer ridículo ¿no es cierto? Los estúpidos proletarios con su estúpido sentimentalismo de pobres; pobres en recursos y pobres en espíritu, sin la auténtica educación que se obtiene en los colegios de pago. Pero si algo sé yo, es que los pobres de espíritu son bienaventurados, porque de ellos es el reino de los cielos; o eso decía el sacerdote que venía a la escuela a dar catecismo todos los jueves. Claro que también hablaba de que, a la hora de la muerte, justo en el momento de cerrar los ojos, visualizaba el pobre agonizante una balanza romana y en sus dos platillos aparecían sendos libros: uno blanco y otro negro (o quizá los colores eran azul y carmesí, a veces la memoria me juega malas pasadas); y según pesara más uno u otro, aquel alma iba al infierno o al paraíso. Si la balanza se equilibraba, pasaba al purgatorio, lugar misterioso y no muy aclarado, y tan fantasmagórico como el limbo al que se destinaba a los pequeñuelos sin bautizar. Disponía asimismo aquel hombre de un amplio repertorio de historias terroríficas, entre ellas una muy rara de un niño que nació cabezón y bobo porque su madre, estando embarazada, había roto la imagen de una Virgen y la había quemado en una hoguera pública —una de esas cosas increíbles que solo pasaban cuando los malvados rojos dominaban la tierra—. O algo así, la verdad es que todo era muy confuso, un día nos hablaba de bienaventurados y al otro de horrendos castigos de cabezas-gordas. ¿No te parece que todo esto es muy inconsistente? Quién sabe, quizá después de todo no haya más bienaventuranza que la que se pueda conseguir uno mismo con una sinecura cualquiera o con un premio de la lotería. Pero adentrarme demasiado profundamente en estos conceptos me agobia. Prefiero no pensar en ello y no hacerme tantas preguntas, porque si no, al final me duele la cabeza.

De pequeñita yo adoraba los «Cuentos de Tambor» y sus tiernos personajes: el Grillo Violín, el Cucarachín Multagorda, el Ciempiés Curioso, el Gusanito Malo y la Ranita Simpática. ¡Qué cursi, me dirás! Tienes razón; todos esos animalillos y sus aventuras me hacían imaginar el mundo de una manera sentimental y nada realista. Pero a mí me parecían auténticos y creía que representaban claramente los pensamientos y anhelos del reino animal. ¡Tendrías que haber visto cómo ayudaba yo a las hormigas cuando mi madre lanzaba un cubo tras otro de agua en la acera, harta de sus ejércitos hambrientos que nos invadían la casa y echaban a perder cuanta comida no estuviera bajo llave! Con cáscaras de nuez les hacía barquitas, y mientras mamá trajinaba arriba y abajo, desesperada por destruir sus nidos, yo me agachaba ante los agujeritos delatores y les hablaba muy quedo:

—No os preocupéis, pequeñas, aquí tenéis vuestra arca de Noé. ¡Huid!

Entraba corriendo en casa y esperaba que mis amiguitas se embarcaran y surcando el mar en que se convertía mi calle, llegaran sanas y salvas a la otra orilla, a rehacer sus galerías.

No te extrañará pues mi reacción aquel día de verano en que retozaba con otros chiquillos del barrio en el descampado de las antiguas balsas de riego. Las paredes medio derruidas de las cisternas destrozadas, los cascotes, las malas hierbas, los charcos fangosos llenos de podredumbre, las ortigas y las zarzas eran el paisaje de nuestros juegos. Se acercaba la fiesta de San Juan, y muchos niños llevaban ya los petardos, las bombetas, las piulas... Era el momento de presumir ante los amigos, comparar calidades y cantidades y programar las travesuras de la verbena. Yo era la reina de los rascaparedes, casi el único artículo pirotécnico que me hacía gracia, y podía hacerme con tres o cuatro tiras a cambio de una insulsa bengala, un negocio redondo. Por allí andábamos, rallándonos alegremente las piernas en cuanto pincho podíamos encontrar, cuando llegaron unos niños desconocidos —todos varones — y empezaron a reírse de nosotros: que si cuánta niña traéis, que si mariquitas, que si criajos... Uno de ellos llevaba algo vivo en la mano, y vi que era una rana muy grande; aquel bárbaro cogía al pobre animal de una pata y lo hacía saltar como si fuera de goma. No me pude callar, yo debía de tener unos siete años y todo el idealismo de los cuentos de mamá me salió de golpe:

—Oye, tú, deja a la rana, ¿qué te has creído?

—Mira la mocosa, dando órdenes. Cállate la boca, fea.

—Que la dejes, es la Ranita Simpática, pobrecita, le haces daño.

Mis amiguitos me miraban extrañados. Yo me había plantado ante el matón, desafiante, él me llevaba más de un palmo y mi nariz quedaba justo a la altura de su nuez de Adán. Pero no me arredré. Yo tenía la razón, ¿no es cierto? Y aquél a quien asiste la razón siempre sale victorioso, lee si no toda la literatura infantil que en el mundo ha sido. El chaval me miró burlón e hizo un gesto a uno de sus compañeros.

—Ahora verás lo que hago yo con tu ranita simpática, so estúpida.

El otro chiquillo sacó un petardo del bolsillo y ante mis ojos horrorizados, lo embutió en la boca del desdichado animal. Salté con un grito, pero alguien me sujetó. Encendieron el petardo y cerré los ojos hasta oír su estampido. Después me lancé como una furia ciega contra el grupo de sádicos, y golpeé, golpeé sin mesura, grité, maldije, arañé y mordí mientras recibía golpes y patadas, tirones de pelo e insultos. Caí al suelo hecha un ovillo de dolor y rabia, escupiendo sangre. Alguien algo más mayor había visto el tumulto y corrió a socorrerme —eran otros tiempos—. Me levantaron y me llevaron a casa con las trenzas deshechas, la ropa sucia y en parte jirones, sacando por mi boca salivazos rojos y palabras malsonantes de horror y aborrecimiento. Costó una barbaridad calmarme. Yo no entendía nada. ¿Por qué había muerto la ranita de aquella forma terrible si yo, yo, estaba allí para protegerla? La impotencia me ahogaba y me quería morir.

Claudia Marcela Gutiérrez. Niña Furiosa. 


Mis pobres padres no supieron cómo consolarme. Cuando llegó papá del taller nos encontró a mamá y a mí llorando por la maldad del mundo y de los niñatos sin corazón mientras ella me ponía perdida de mercromina en las rodillas y me daba pan con chocolate para matar el disgusto, y por poco que no se nos añade. Cuando veía descompuesta a mamá, papá no sabía por dónde ir. Sin ella era un cero. Solo se le ocurrió leerme una historia sobre una princesa que besó a un sapo, y no me quedó más remedio que sorberme los mocos y fingir que todo estaba bien, por no apurarlo más.

Pero por las noches me despertaba sobresaltada y me revolvía incesantemente en mi camita. Aquella escena me persiguió durante días. No podía pensar en el grupo de bárbaros sin sentir un odio atroz, unas ganas inmensas de matar. Y pronto empecé a imaginarme a mí misma con fuerza sobrehumana, saltando como la defensora de los pobres sobre aquellos imbéciles, abofeteándolos, hundiendo su cabeza en el lodo maloliente hasta que pedían perdón, pateando desesperados. Hasta que sentían el mismo pavor que yo imaginaba que dominó a la rana en sus últimos momentos. Un día quise comentar algunos de mis pensamientos a mamá, pero sus ojos horrorizados ante mis palabras me dejaron muda para siempre. Si no quería asustarla y que saliera corriendo para jamás volver, mejor disimular.

Con el tiempo me fui tranquilizando, pero si alguno de mis amigos me decía que no había para tanto (total, era una rana), saltaba como un resorte. Quien no es capaz de tener compasión de una rana, quien es capaz de toda esa crueldad con un ser indefenso, podrá llegar a cualquier cosa; eso lo tenía yo muy claro: la maldad empieza por lo poco y acaba con lo mucho.

A edad muy temprana, pues, me empecé a fijar en la gente, a observar con atención qué decían y qué hacían, y me di cuenta de que algo fundamental me apartaba de muchos de ellos. Parecía que todos trazaban una línea divisoria muy clara entre lo que se podía y lo que no se podía hacer,… y a cada uno de sus lados cada uno ponía lo que más le convenía. Para mi maestro, los niños debíamos ser buenos con todo el mundo, y sobre todo con los padres y hermanos, además de cariñosos con los que eran más pequeños que nosotros; teníamos que mostrarnos respetuosos con todos los adultos y las autoridades, ser obedientes en casa, en el colegio y, cuando llegara el caso, en el trabajo; y reverenciar especialmente al profesor, fuente de toda sabiduría. Lástima que no siguiera sus propias enseñanzas. Por lo visto, esa condición de luz de los ignorantes le daba derecho a pegarnos en la punta de los dedos con una vara metálica si hablábamos en clase, hacernos pasar horas arrodillados y totalmente inmóviles en su presencia, y humillarnos ante los demás sin ningún respeto ni consideración. ¿A cuántos de mis compañeros, casi siempre los chicos, había visto llorar de rabia e impotencia cuando, de pie ante toda la clase, eran golpeados en el occipucio a cada respuesta incorrecta mientras los demás se reían de su estupidez? Salir a la pizarra podía ser una agonía para los menos avispados. Y no había misericordia ni perdón.

Los domingos por la tarde venían a casa amigos de mis padres, a tomar café y charlar toda la tarde. ¡Tampoco había dinero para más diversiones! A veces jugaban a las cartas o al parchís, y mientras tanto escogían un tema y lo destrozaban durante horas. Me imagino que tú pasarías las fiestas de manera muy diferente. O no, la verdad es que no tengo ni idea de cómo vive la gente de tu nivel. Quizá jugabais al tenis, montabais a caballo o ibais a la ópera. Yo qué sé. Pues a esta pequeña tertulia venía siempre el señor Paco, el vecino del segundo. Él y su mujer, la señora Amparo, eran muy bromistas, y yo me ahogaba de risa cuando empezaban con sus pullas fingidas. ¡Es que eran tan salados! El hombre tenía una voz estupenda y de cuando en cuando se lanzaba con una jota. A mí me encantaba oírle:

La Virgen del Pilar diceeee
Que no quier ser francesaaaaa
¡Que quiere ser capitanaaaa
De la tropa aragonesaaaaa!


«Cánteme la de la virgen francesa, señor Paco», le decía yo, y el hombre con todo gusto se lucía en mi honor mientras yo abría una boca de palmo oyéndole arrastrar las vocales con su acento maño. El bueno del señor Paco solo se desarticulaba cuando se hablaba de política y de los derechos de los trabajadores. Entonces se excitaba y podía pasar una hora gritando que el burgués tenía la culpa de todo, que había que acabar con el capitalismo, imponer la dictadura del proletariado, y si era necesario, levantarse contra los opresores a sangre y fuego. Al principio me asombraba, pero ya mis padres me advirtieron en privado de que el señor Paco era un bendito de Dios y que todo se quedaba ahí, en gastar la fuerza por la boca y poco más. Pero por lo visto debió de soltar alguna fresca en la fábrica ante oídos que no eran los convenientes, y el susodicho burgués tomó sus medidas. ¡Pobre señor Paco! Los policías que le detuvieron empezaron por darle una paliza para enseñarle a no ser violento, y se lo llevaron escaleras abajo tropezando con todos los escalones, lleno de hematomas y con un ojo a la funerala. Por lo visto, una vez en comisaría continuaron las lecciones, y así hasta que llegó a la Modelo. No volvió en bastante tiempo ya que, según oí explicar en petit comité en la panadería unos días después, los jueces imponen penas leves a los pobres que roban a otros pobres, pero escarmientan para siempre a los que asustan a los ricos.

¿Dónde está la verdad, me lo puedes decir? En mi familia, he visto tratar a todos con igual ternura; en mi hogar me sentía segura, nadie me ridiculizaba, ni cometía crueldades conmigo. Con ser buena había suficiente, y ser bueno con quien te trata bien es muy fácil. Pero fuera... ah, fuera era la selva, la ley del más fuerte. Así que yo aprendí pronto que no podía ser igual en la calle que en mi casa.

¿Te aburro? No lo creo, considerando que nadie ha venido a visitarte en todo este rato. Claro, es de noche y están prohibidas las visitas, y la jefa de planta está muy distraída con sus cosas para acordarse de ti, que das poca guerra. Seguro que mi historia te divierte. Lástima que nunca la podrás repetir.

Lo que pasó es que yo, que había sido siempre una buenaza, empecé a convertirme en el hazmerreír de todos. Mi amor por los animales, mi interés por las causas justas… todo eso no hizo más que darme fama de bobota, de pusilánime, de blanda fácil de engañar. Y ya puestos, cuando se gana una fama así no faltan depredadores que vayan a por ti, a por la presa facilona. Parecía que tenía un imán para atraer la atención de los críos más malintencionados. Hubo una estúpida (aún la recuerdo, morena y malcarada, incluso tenía bigote, qué asco) que no sé por qué me cogió manía, y una tarde que hacíamos los deberes en la escuela se dedicó a moverme la mesa cada vez que yo apoyaba la plumilla en el papel. Como yo era una bonachona se estaba divirtiendo mucho, porque todo el mundo sabía que yo aguantaba lo que me echaran. Al final, el último empujón provocó una mancha enorme de tinta en mi hasta entonces cuidada libreta. No sé qué me pasó. De pronto, me quedé ciega y sin pensarlo me levanté con la plumilla en la mano y me dirigí hacia ella con ánimo de… ¿de qué? Ni idea, seguramente de encararla y pegarle cuatro gritos. Pero el malvado siempre piensa que los demás son tan malignos como él —cree el ladrón que todos son de su misma condición—, y aquella tonta se figuró que iba a pegarla, así que empezó a bracear para no recibir, y debido a sus manotazos delante de mi cara, sin querer le hice un rasguño con la plumilla.

Bueno, aquel pinchazo insignificante que apenas levantó la epidermis se convirtió, a creerla, en un mandoble de la espada de Damasco. El profesor de guardia no le dio ninguna importancia, se limitó a reñirme un poco a mí por levantarme sin permiso y bastante a ella por armar aquel escándalo por nada. Ah, pues eso no podía quedar así, no señor. La mamá de la susodicha se presentó al día siguiente en la escuela y puso una grandísima queja, ya que su niña del alma había pasado la noche vomitando, envenenada por la tinta de que yo le había llenado el sistema circulatorio con premeditación y alevosía. Después se presentó en mi casa a seguir con la protesta y toda la escalera se enteró del asunto. Yo me quería morir y me negué a volver a la escuela, y me pasaba las noches llorando creyendo que era una envenenadora, y no quería hacer caso a mi pobre madre, que me repetía que todo era cuento y pura maldad, y que si tenían algún problema de salud que trajeran un certificado médico. Yo, simplemente, no podía creer que alguien mintiera solo por fastidiar y perjudicar, eso estaba más allá de mi entendimiento. Por suerte ni mis padres ni el director ni los profesores del colegio eran tan cándidos como yo y la enviaron a hacer muchas puñetas y parece que incluso la amenazaron con demandarla y vaya si se arrugó. Aquella niña no volvió a meterse conmigo por orden expresa de su mamaíta, y a mi espíritu volvió la tranquilidad.

Pero aquella experiencia me volvió más cauta y me reafirmó en algo que no se acepta con facilidad: que hay gente mala y gente buena, y que así se nace y punto. Nada de malas experiencias, ni frustraciones, ni gaitas: genes mandan y sanseacabó. Los psicólogos se creen que tienen todas las respuestas pero mamá me lo había explicado bien: déjate de rollos, no existen más que el bien y el mal, siempre luchando entre ellos. Y padres malos hacen hijos malos y padres buenos hijos buenos, pero no por el trato sino por el nacimiento, que quien nace bueno será bueno y quien no, malo. A veces, el mal viene de muy lejos y no se ve de dónde, y entonces, de buenos padres nacen malos hijos y al revés, que a padre avaro hijo pródigo y eso es sabiduría popular, aunque suena algo enrevesado. Y eso de los hijos buenos de padres malos lo sabía bien ella, que era una santa y había tenido una madre que le pegaba una paliza diaria, se la mereciera o no, por si acaso, y que la enseñó a leer a bofetadas. «La B con la A hace…», «no sé mamá…», «toma hostia, la B con la A, hace BA». Si alguien tendría que haber sido malo era ella y era más buena que el pan. Y yo con ella, y con papá, era la más buena del mundo, buena me sentía y buena seguiría siendo. Lástima que a veces me molestaba una picazón. La de que me parecía enormemente injusto portarme yo bien mientras los otros se portaban mal. ¿Cómo arreglar esta incoherencia?


(Continuará)