Avui canviarem una mica d'estil, que canviar és bo. Estic fent un curs en què he hagut de presentar diversos treballs en castellà. Aquest que trobareu aquí és una mena de conte autobiogràfic. L'exercici consistia en agafar algun episodi del teu propi passat i reelaborar-lo per convertir-lo en una història curta. La gràcia està en què la creació literària et dóna el poder de presentar els esdeveniments segons el mirall que et sembli més adient, i fins i tot de canviar-los, sintetitzar-los, o interpretar-los d'una manera diferent. Així que aquesta narració conté coses que realment em van succeir, coses que potser van passar i coses que possiblement no són certes però que podrien haver-ho estat. Del que podeu estar segurs és de que em vaig divertir molt escrivint-lo i també de que hi vaig convocar un parell de fantasmes dels que m’havia d’alliberar: el poder terapèutic i catàrtic de l’escriptura és quelcom que fa poc que he descobert!
Com que es bastant llarg l’he dividit en dues parts. Així hi haurà més suspens. I ara, si us ve de gust, doneu una ullada a la criatura que vaig ser, o almenys a la que viu a la meva imaginació.
Mi amigo el bolsillo (I parte)
No sabría decir si el tejido de aquella bata de colegiala era blanco con rayas azules o azul con rayas blancas. Eran unas rayitas finas, y el azul era muy claro, celeste; supongo que la bata de las niñas tenía que expresar dulzura. No como la de los chicos, de anchas listas blancas y negras. Ellos disponían de dos bolsillos, uno a cada lado, y su bata se abrochaba por delante. Las chicas teníamos los botones a la espalda y un solo bolsillo muy grande, en la parte delantera. Pero el caso es que grandes o pequeños, pares o impares, a aquellos bolsillos iban a parar las cosas más peregrinas.
La escuela no era un edificio independiente, sino todo el entresuelo de una casa corriente de vecinos. Habían derribado los tabiques originales y levantado otros nuevos de manera que quedaban unas clases bastante amplias. Pero a mí se me hacía extraño; venía de otro barrio mucho más bonito, más cerca del centro de la ciudad, y hasta entonces había asistido a una alegre escuela de párvulos instalada en una villa de planta baja y piso, con un jardín que a mi me parecía un bosque de cuento de hadas, grande y bien cuidado, con flores y hoyos de arena, arbustos y columpios. En cambio aquí sólo había aulas llenas de pupitres y las ventanas daban a una desangelada calle de suburbio, que estaba sin asfaltar, o a una especie de tubo de chimenea de paredes oscuras que pasaba por patio de luces. No había ningún espacio para jugar ni correr, qué triste para mí que era tan movida que en mi casa decían que estaba hecha de rabos de lagartija. Con cinco años aún no cumplidos me tuve que acostumbrar a pasar largas horas sentada en mi sillita de anea y a que el recreo consistiera en comer el bocadillo, de pie en el pasillo, o en dibujar monigotes en la pizarra con tizas de colores bajo la cariñosa supervisión de la señorita Rosa o de la señorita Eulalia, dos aspirantes a profesoras que se repartían nuestro cuidado y que seguramente no tenían ni veinte abriles, aunque a mí me parecieran imponentes y les tuviera mucho respeto.
Mi madre, que hacía varios años había quedado viuda y casi sin recursos, había conseguido trabajo en una tienda de ultramarinos de aquella misma calle, y con el sueldo entraba la vivienda: una cocina, un baño y dos habitaciones pequeñitas, todo detrás del almacén; ésta había sido la razón más importante que tuvo para aceptar este empleo, ya que así podía pasar más horas conmigo sin perder tiempo en desplazamientos, y sin tener que dejarme con nadie durante su horario laboral. Ella trabajaba todo el día y tener la escuela delante le era muy práctico, ya que a la hora de entrar sólo tenía que acompañarme a la calle y hacerme cruzar. Yo iba corriendo hasta la portería y me paraba un momento para decirle adiós con la mano antes de subir. A la salida, ella procuraba estar en la puerta para vigilar que yo cruzara en seguridad, y sobre todo que volviera inmediatamente a casa, sin entretenerme ni alborotar por todo el barrio como los otros chiquillos.
Un día, acabada de llegar del colegio, mi madre necesitaba leche y me envió a la lechería que estaba junto a la escuela. Me dio el dinero y me hizo cruzar la calle como siempre. Una vez allí, cuando iba a pagar, encontré en el bolsillo de mi bata algo estupendo: una moneda de diez céntimos. Aquella moneda no me la había dado mi madre, estaba ya en el bolsillo, luego era mía y bien mía, y podía hacer con ella lo que quisiera. Y pronto supe en qué la iba a gastar, ¡en caramelos! Pregunté al lechero, pero él no vendía nada de eso. Así pues, salí de allí muy decidida, y dejando a mi madre aterrorizada en la puerta de la tienda que no podía abandonar, me fui corriendo a una pastelería que recordaba vagamente que estaba dos o tres calles más allá. Mi madre me suplicaba que volviera pero yo no le hice caso y corrí en busca de mi premio. Me perdí un par de veces pero conseguí encontrar la pastelería. Había muchísima gente, y después de esperar en vano a que alguien me atendiera volví a casa decepcionada, apretando la moneda en una mano y llevando la lechera en la otra.
Me esperaba una buena. Por suerte para mí, don Joaquín, que era el dueño de la tienda, había ido a darle unas instrucciones a mi madre. Cuando vio su enfado y mi cara asustada, y los lagrimones que me caían ante la regañina, me defendió calurosamente:
- Son cosas de críos, doña Paquita, mire, ya está aquí y no ha pasado nada. Pero no volverás a hacerlo, pequeña, ¿verdad que no?
- Pero bueno – decía mi madre - ¿a dónde creías que ibas corriendo con la lechera bamboleándose arriba y abajo? Casi me vuelvo loca de miedo, y la tienda llena de clientes. ¡Te podría haber pasado cualquier cosa! ¡Y de la leche ha llegado la mitad, mira cómo te has puesto, trasto más que trasto!
Yo lloraba como una Magdalena.
- Quería comprar caramelos con estos diez céntimos, mamá, no te enfades.
- ¿Y tú te crees que te iban a dar algo por diez céntimos, alma cándida? Y además, ¿de dónde has sacado tú ese dinero?
- Estaban en el bolsillo, mami, te prometo que no los he cogido.
- Va, doña Paquita, déjelo correr – decía don Joaquín –Ya se ve que es buena niña. Prométame que no la castigará.
- Bueno, va, suerte tienes de don Joaquín, dejémoslo aquí. Pero dame todas las monedas, se han acabado las correrías para comprar caramelos. Y si vuelves a encontrar dinero, me lo das, que no estamos para tantas alegrías.
Yo estaba segura de que la moneda había crecido sola en el bolsillo, pero me callé y no reclamé nada más.
Poco tiempo después, un sábado por la tarde en que mi madre estaba muy atareada, que la tienda estaba hasta los topes, cogí mi pan con chocolate y me puse a merendar estirada cuan larga era en el suelo del almacén, mientras me distraía mirando las cajas amontonadas e intentaba descifrar las letras de todos los tamaños y colores que ostentaban los embalajes. Mi madre me ponía la bata incluso los días de fiesta porque así yo podía jugar tranquilamente sin miedo a ensuciar la ropa, que costaba mucho dejar limpia si, como nosotras, se carecía de lavadora. Alguna cosa me molestó mientras me revolcaba, y vi que tenía un bultito en el bolsillo. Era un cabo de tiza rojo intenso, que sin duda era de la escuela y váyase a saber por qué razón había ido a parar allí. Y justo delante de mí, la maravilla: una pared encalada, libre de bultos ni molestias, para mi solita.
No creo que ni Picasso ni Miró recibieran jamás la bronca que yo me gané, porque si no, no habrían llegado a lo que llegaron. Mis dotes de pintora de murales acabaron allí mismo.
Pasaron los días y en la escuela todo era monotonía, hasta que el bolsillo volvió a hacer de las suyas. Nuestra maestra había tenido que salir un momento a atender una urgencia: uno de los niños se había hecho pipí y estaba mojado hasta el cuello además de haber obsequiado al suelo con un buen charco. En su ausencia debimos de hacer demasiado escándalo en clase y un profesor malcarado al que nadie podía ver ni en pintura entró gritando como un poseso y nos castigó a todos de cara a la pared en el aula de al lado, la de los chicos mayores. Era ya la hora de salida para nosotros los pequeños, pero nuestro bullicio, según él, merecía un buen pescozón para cada uno y una hora de penitencia. Yo estaba rabiosa, me escocía el cogote y tenía muchas ganas de marcharme de aquel antro; además en la radio iba a empezar el programa de los cuentos del mediodía, que era mi favorito. Tenía que salir de allí pero no sabía cómo hacerlo. Metí casualmente la mano en el bolsillo y, ¡oh, que había encontrado! Un afilalápices de metal nuevecito. Aquello me daría la oportunidad de escapar.
Como estábamos todos de espaldas al resto de alumnos y nadie se fijaba en mí, empecé a agujerear la pared con gran ahínco. Si lograba hacer un hueco lo bastante grande, todos saltaríamos por allí hasta la calle y podríamos ir a casa. El tonto del profe se iba a quedar con un palmo de narices. El revoco empezó a saltar, llovió el yeso y pronto apareció un orificio considerable que acompañé de otros más pequeños por aquello de ir trabajando a lo hondo y a lo ancho. El estropicio quedaba bien tapado por la amplísima bata. En esto llegó otro profesor mucho más persona que aquel energúmeno y cuando nos vio allí a todos en fila como en una rueda de reconocimiento, que la mitad estaban llorando con muchos mocos, nos levantó el castigo y nos envió inmediatamente a casa.
En aquel momento nadie se dio cuenta del desaguisado, pero al día siguiente toda la escuela iba revuelta. El director vino a nuestra clase enfadadísimo a quejarse a la señorita Rosa de que aquella banda de gamberros incívicos a los que ella llamaba sus alumnos había hecho polvo la pared de la clase de cuarto curso, y que había que administrarles un buen correctivo. Pero la señorita Rosa, apoyada incondicionalmente por la señorita Eulalia, le contestó que sus niños eran todos muy buenos, que el día antes ya los habían castigado sin razón, que sólo eran unos parvulillos inocentes y que aquel agujero tan enorme debía de ser cosa de los mayorzotes, que no tenían idea sana. Como nadie se había fijado en mí, así quedó la cosa. Pero empecé a cogerle miedo a aquel bolsillo, en él aparecían cosas que me hacían hacer travesuras.
(continuará...)
Enhorabuena por tu blog, Isabel. Me encanta tu estilo tan sobrio, sensible y sereno, tan secretamente elegante. Tan rebién escrito.
ResponEliminaVeo que la gente (yo entre ella) no te comentamos mucho, pero quizá no haya mucho que decir mientras saboreamos tus textos...
¡Suerte con tu Curso Literario, y con el blog!
Muchas gracias por tus ánimos, JLC. Una palmadita en la espalda sienta de maravilla. Hasta pronto.
ResponEliminaIsabel