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Una tetería tradicional en Tokyo |
Capítulo IV. Tokyo
Si a Aiko le hubieran preguntado cuál era el mejor momento de su vida, sin duda diría que el que ahora estaba viviendo. De la mano de la menuda Sadako había paseado plácidamente por la conseguida reproducción del antiguo Rikugien, admirando la belleza de las hojas de tonos delicados y del sol que se filtraba bajo el follaje creando encantadores cobijos en el frío de finales de otoño. La niña, de apenas cuatro años, era como un jilguero, alegre y cantarina, y disfrutaba de estas salidas con la abuela en las que las dos cómplices aprovechaban las caminatas para regalarse también con alguna exquisita merienda. Aunque le había costado un poco caro hoy había llevado a su nieta a un pabellón fascinante que deslumbró a la pequeña, con airosos tejados curvos, paredes de filigrana de madera y papel y refinadas camareras vestidas con elegantes kimonos que Sadako contemplaba embelesada. Arrodilladas ante la mesa baja, a la antigua, en un cómodo silencio plagado de susurros, Aiko había pasado una tarde deliciosa que hubiera deseado que no acabara nunca.
Cuando dejó a su nieta en casa le pareció que su hija Mitsuki estaba cansada. Nada preocupante dado su estado, ya que apenas quedaban tres semanas para el parto. Sadako trinaba alegremente las aventuras con la abuela y Mitsuki sonreía a su madre mientras abrazaba a la pequeña. Aiko pensó en su propia experiencia de madre, en lo dura que fue y en cómo disfrutaba de la maternidad de su hija. Caminando hacia su apartamento evocó los años de crianza, lo joven que era -¡e inexperta!-, lo difícil que fue llevar adelante su carrera, su tozudez, la oposición tranquila pero firme de su marido que la obligó a luchar paso a paso, a ceder y volver a la carga, una y otra vez, para labrarse un nombre como vulcanóloga y especialista en exometeorología y llegar a participar en la exploración espacial a sus treinta y nueve años y con dos hijos preadolescentes. Había valido la pena, desde luego, pero tanta lucha y tanta concesión la habían agotado psicológicamente. Ahora, en un cómodo puesto gubernamental y viviendo el entorno familiar sin presiones, creía haber llegado por fin al equilibrio, a la placidez de una vida con metas y sin sobresaltos, con cariño infantil y sin obligaciones perentorias. Un paraíso.
Yasuhiro estaba leyendo a la luz de una lámpara de bambú y le dirigió una afectuosa mirada al verla descalzarse, entrar con leves pasos en la estancia y arrodillarse en el tatami, ante él. Adoraba la menuda silueta de su esposa, su negro cabello salpicado de gris que ningún tinte ni corrector echaba a perder, su rostro pequeño y sereno. Señaló hacia el moderno estudio de la habitación contigua.
-El viditel ha sonado varias veces, creo que es una amiga tuya.
Aiko quedó intrigada. ¿Una amiga, por el viditel? Si lo usaba para temas laborales, nada más. Al revisar la lista de llamadas se detuvo al leer «Radharani Chatterjee-1705-1730-1815-New Delhi» en finos y elegantes hànzi 1. Presionó el comando de llamada y esperó. ¿Estaba Radha en Delhi? Mientras esperaba buscó cierta información en el terminal Kensaku: sí, en pocos días empezaba la convención de Astronáutica. Sonrió pensando que Radha debía de estar muy aburrida para querer hablar con ella. No se hacía ilusiones sobre sí misma; jamás había sido divertida, ni siquiera sociable. Seriamente profesional y extremadamente discreta, nada más, así que nunca hizo amigos en su carrera laboral. Un chasquido indicó que se había iniciado la conexión y Aiko saludó con una formal reverencia al agradable rostro de negros ojos que se proyectaba en la pantalla.
Media hora más tarde Aiko volvió a la sala, pensativa. Se arrodilló silenciosamente junto a Yasuhiro y le dijo con voz baja pero firme:
-La próxima semana me voy a Delhi. Apenas serán tres o cuatro días. Voy a reservar vuelo.
Y se levantó como una sombra mientras Yasuhiro la miraba tan aturdido que por una vez en la vida no supo cómo imponerse ni qué decir.
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1 Pictogramas chinos
(Continuará)
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