Aquest text és una redacció que vaig escriure ja fa un temps en un curs d'usos de la llengua. Ens van proposar un quadre i vam haver de fer dos treballs: el primer consistia en deixar per escrit la impressió que n'havíem tingut, en un estil totalment lliure quan a forma i extensió. Al segon, més exigent, ens proposaven descriure'l de la forma més exacta possible en unes quaranta línies. El que n'ha sortit us ho deixo aquí en un parell de post. El quadre en si es prou conegut i us el presentaré el proper dia, mentre que avui trobareu un autoretrat de l'autor que s'adiu molt bé (crec) amb el text.
Avui m'atreveixo a suggerir-vos la lectura del relat en què vaig recrear l'impacte que em va causar aquesta obra.
M'ha sortit una mena de conte romàntic (amb això de romàntic no em refereixo a que sigui d'amor, sinó a que es podria encabir dintre del corrent literari dit «del romanticisme»).
Paciència, i a veure què us sembla.
No sé qué inquietud tiene hoy distraído
mi espíritu. A cada momento levanto la vista de mis libros y dejo vagar la
mirada a través de los vidrios de la estrecha ventana de mi dormitorio. Los
tomos que durante las largas y oscuras jornadas invernales eran mi único placer
están cerrados y amontonados sobre la mesa de trabajo, y me parece que alguna
voz silente pero enérgica me llama desde el exterior. Llevo ya tres semanas en
esta pequeña posada rural y todavía no me he decidido a seguir el caminillo
que, por lo que he podido entender de las explicaciones de mi huésped,
atraviesa el bosque y me llevará a unos —dice— interesantes parajes que sin
embargo no me ha sabido describir.
¡Qué hermoso atardecer! Después de
varios días desapacibles, el tiempo ha cambiado leve pero significativamente
con la nueva estación. Hoy el crepúsculo no me ha sorprendido justo después de
la comida del mediodía; poco a poco va retardando su llegada, y los oblicuos
rayos del sol otorgan al aire una suave luminosidad. La fragancia que lleva
consigo la brisa, la temperatura dulce —sin los rigores de la helada pero
también sin las sofocaciones estivales— me espolean fuera de esta lóbrega
habitación de paredes descoloridas, cuadros borrosos y muebles desvencijados y
tristes. Esta tarde, iré por fin a dar un paseo. No me llevaré ni siquiera el
cuaderno de dibujo. Será una caminata libre, de puro descubrimiento. Me siento
ligero como un chiquillo.
El sendero es estrecho, tortuoso.
La explosión vital de la primavera hace aparecer flores en cualquier rincón y
multiplica los puntiagudos dedos de las zarzas, que atrapan mi ropa y me
amenazan con desgarrarla. De la espesa arboleda cuelgan ramas como cortinajes
que he de ir apartando y que en mi imaginación convierten el camino en el
pasillo de una vivienda inacabable, llena de recovecos y habitaciones
escondidas que voy descubriendo una a una.
Atravieso con cierto trabajo un
espeso matorral que me cierra el paso con su recién encontrada exuberancia y
quedo boquiabierto por el espectáculo que se presenta ante mis ojos y para el
que no me ha preparado en absoluto el entorno cerrado del bosque denso y oscuro
que he atravesado. De pronto, como si una potencia extrema los hubiera forzado
a separarse, los árboles han dejado un dilatado espacio y otra vez un cielo pálido
se cierne sobre mi cabeza. Ante mis ojos maravillados se extiende un claro a
cuyo centro llegan todavía los últimos reflejos del sol poniente aunque a su
alrededor están empezando a crecer las sombras.
¿Cómo podré describir de forma
adecuada el impacto que la escena ha causado en mí? Subrayadas y realzadas por
la luz que declina, veo ante mí las altas columnas y los arcos ojivales de lo
que debió de ser un templo formidable. Los restos están destrozados,
descabezados, roída la piedra por mil tempestades, heladas y soles inclementes.
Su antigua gloria se deshace entre la maraña de vegetación triunfante que repta
arriba, arriba, sostenida por lo que fueron paredes de una iglesia o un cenobio
y ahora son apenas los restos de un coloso. Está hundida y ausente la orgullosa
bóveda que otrora coronó el edificio sagrado. Nada queda de las fuertes vigas
de madera, de seguro podridas hace tiempo, cuya existencia deduzco únicamente
por las negras aberturas en que se apoyaron.
Y una aguda sensación de
melancólica belleza me atrapa, me deja clavado en mi punto de observación,
mientras el paisaje me penetra, mientras cada fragmento polvoriento de las
pétreas moles despedazadas, cada astilla de corteza arbórea, cada hoja, cada
espina, adquieren ante mí una vida propia y separada del resto, cada elemento
único en sí mismo y parte a la vez de la armonía de la escena. Como si yo viera
el claro, la ruina, los brezos, los árboles, a la vez juntos y a la vez
aislados, cada uno completo en su unicidad.
Esta profunda impresión, que tanto
me ha costado describir en mis pobres palabras, apenas ha durado un parpadeo.
En un segundo instante he podido distinguir una humilde casa de labrador,
apoyada en una titánica pared del antiguo santuario como una niña de pañales
duerme confiada en el regazo de su abuelo curtido en mil batallas. Y en el
sereno ambiente de la tarde, dos campesinos charlan con placidez, descansando
de sus pesadas tareas mientras disfrutan del singular entorno. Me agrada ver
que van vestidos a la manera tradicional de nuestra tierra, sencilla y
práctica, tan diferente de la severa y engolada que se impone en la ciudad. Me
he quedado inmóvil a la entrada del claro y no he señalado mi presencia a los
dos hombres. Temo romper el hechizo que el genio del bosque ha convocado solo
para mis ojos.
Porque aunque os parezca un engaño,
os puedo jurar que ante mí el tiempo cambia su curso natural, y veo alzarse de
nuevo el magnífico templo; cada una de sus columnas y de sus ojivas parecen rehacerse
como por arte de magia. Intuyo apenas como vagos fantasmas, turbios e
imprecisos, separados de mí por un espeso velo, centenares de esclavos
sufrientes que arrastran y empujan los pesados sillares, que levantan con grandes
fatigas los altísimos muros. Se yergue el crucero, los nervios minerales se
entretejen en una selva fantástica, ordenada, precisa, dominada por las matemáticas
del que fuera su arquitecto. Los arbotantes sostienen de nuevo la imponente
estructura, los ventanales se visten de vitrales con sus llamaradas de azul de
cobalto, rojo bermellón, intenso amarillo, dorado y glauco, intrincadamente ribeteados
de negro filamento de plomo: santos y vírgenes, caballeros y papas. Y en el
rosetón que crece y se extiende como una onda polícroma, el árbol de Jessé,
modelado con decenas de tonos diferentes de verde, se está formando a partir de
los elementos que encuentra en la espesura, con cada una de las ramas, las
hojas, los tallos, las espinas, los brotes, las yemas, los capullos, los
pecíolos, las flores… Toda la vida
vegetal se condensa, se cristaliza, se comprime en las manos de un artesano
invisible.
Y este prodigio se desarrolla en
medio de un silencio que no es roto ni por el canto de un pájaro ni por el
zumbido de un insecto. Solo la obra del hombre devorando la espesura y a sus
habitantes, alimentándose de su savia y su sangre, convirtiéndolas en fría
piedra, vidrio y metal. Horrorizado, veo como el ingenio del hombre vampiriza
la naturaleza para crear un monumento helado, condensación y sublimación de
ideas sin vida, de ideologías tan apartadas del alma cuanto del cuerpo de sus
víctimas.
En medio de la selva, en el corazón
del bosque, el magnífico monumento se erige en toda su opulencia y su soberbia.
Es bello, sí, es majestuoso, pero me provoca un escalofrío su indiferencia
hacia todo lo que está vivo. Y mientras lo contemplo, admirado a mi pesar, el
crono cambia de nuevo y la naturaleza vuelve a cobrarse cuanto se le robó. Y a
velocidad de vértigo veo caer a la efímera gloria humana, y el carácter sacro
del monumento no es capaz de protegerle de las fuerzas telúricas ni de la furia
de sus antiguos sirvientes. El fuego devora muebles y retablos, revientan las
vidrieras en mil fragmentos punzantes, y cientos de inviernos y veranos
devuelven a la triunfante naturaleza su victoria sobre la vanidad y la
jactancia de sus presuntos dominadores. Y con el paso de los años, los humildes
habitantes de la región utilizan las caídas dovelas para construir sus sobrias
habitaciones. La piedra que fuera orgullo es ahora lar; los puntales que la
sujetaban, leña de hoguera con la que las gentes se calientan y cuecen su
alimento. La naturaleza: tímida y callada al principio, valiente siempre,
pletórica luego, y al final tenaz, fuerte, implacable, salvaje, indómita… ha
exigido su tributo a la altivez del hombre y se lo ha cobrado con creces.
Esta asombrosa visión ha convertido
el plácido paseo de una tarde de primavera en la revelación de un misterio. He
sentido sobrecogido la voz del bosque que me ha susurrado solo a mí —extranjero
comprensivo— el secreto mejor guardado de su existencia. ¿Por qué? No lo sé.
Quizá debería reservarlo para mí, pero la impronta que ha dejado en mi ánimo es
tan poderosa que no deseo acallarla sin más. «Caspar —me he dicho a mí mismo—,
lo que aquí has visto es algo demasiado grandioso para expresarlo con tu lengua
y tu pluma. Esto es algo que deberás pintar».
FIN
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Caspar David Friedrich. Autoretrat (1802) |