Arturo Morín. Masculí |
AUGUSTO PICALAPIEDRA
Abrí la carpeta azul que ostentaba el rótulo Augusto Picalapiedra y revisé por centésima vez los documentos que contenía, intentando entender por qué no había sido capaz de citar a aquel hombre para hacer la entrevista de trabajo. El Currículum Vitae tenía un aspecto sobrio y pulido, la información que daba era precisa y sin fantasías de ningún tipo: el CV de un profesional intachable. En cuanto a la carta, era correctísima, bien redactada, daba una inmejorable imagen de quien la había escrito. Y sin embargo, una sensación desagradable me recorría el espinazo cada vez que veía aquel nombre. ¿Cómo un seleccionador de personal con tantos años de ejercicio como yo podía actuar de manera tan irracional?
No había fotografía, yo nunca las he querido. Es demasiado fácil atribuir a una persona virtudes o defectos puramente imaginarios basándose en una mirada, en un peinado, en una sonrisa, en algo tan intrascendente como que el sujeto sea fotogénico o no. Prefiero enfrentarme a los aspirantes sin prejuicios, y hasta ahora me ha ido muy bien.
Yo sólo había conocido a un Augusto en mi vida, uno de esos parientes lejanos que más vale perderlos que encontrarlos. No sé si era por estar a tono con su nombre de emperador o por otra razón, pero había sido una persona de lo más prepotente y desagradable, y la sola mención de este apelativo hacía que me asaltaran las ganas de no tratar jamás a nadie que lo llevara.
O quizá fuera el apellido. Aquello de Picalapiedra me recordaba demasiado una serie de dibujos animados protagonizada por un personaje inmaduro, irreflexivo, frívolo y dicharachero, alguien capaz de aturdirte a chistes malos. Me sugería una sociabilidad superficial, poca responsabilidad, vacuidad, alguien en quien no podías confiar. No le contrataría ni para barrer el suelo. Y aún menos como ingeniero responsable de una obra de tanta envergadura.
De pronto, me reí de mí mismo, todo aquello era una idiotez. El CV era impecable. Decidí llamarle inmediatamente y citarle para aquella misma tarde. Una voz educada y agradable, que se identificó como el sujeto en cuestión, me informó que ya le habían dado un puesto en otra empresa. Pues muy bien, nunca sabría si mis impresiones eran o no correctas.
En eso me equivocaba de medio a medio. Dos meses después, haciendo cola en la máquina del café, un compañero me enseñó una noticia del diario:
—Mira —me dijo—, la que se ha armado en Puentes y Túneles, S.A. Han saltado el director general, el jefe de recursos humanos y el ingeniero encargado del proyecto Alfa, aquel tan comprometido. Igual van a parar todos a la cárcel.
—¿Qué ha pasado?
—Casi nada, que el túnel se hundió; parece que el presunto ingeniero ni tenía el título, ni experiencia, ni nada. Apenas un curso de formación en gestión de obras y un trabajillo de ayudante de un aparejador. Dominaba el lenguaje y cuatro trucos del oficio y se creyó que ya era el rey del mambo. Su abogado se ha lucido, estos leguleyos son de lo que no hay... Según él, cuatro expertos declararán que es un enfermo mental. Uno de esos chalados que se montan una vida ficticia. ¡Y hala, a vivir a cuerpo de rey en un frenopático!
—¿Y por qué han recibido también los otros dos?
—Porque en las entrevistas no detectaron el engaño, se ve que el individuo daba el pego. Y después a nadie se le ocurrió hacer la más mínima comprobación ni hubo quien ejerciera control ni le revisara el proyecto. Todos como borregos, parece mentira. Fíjate, aquí pone que en su defensa han declarado que el tío inspiraba total confianza, que actuaba con gran aplomo y que representaba su papel de modo totalmente creíble… La verdad, hay que ser idiota para fiarse de alguien con ese apellido de personaje de dibujos animados, ¿no te parece?
¿Dibujos animados? No era posible… Le arranqué el periódico de las manos y encontré lo que me estaba temiendo. De buena me había librado. ¿Habría yo caído también bajo su hechizo o hubiera sabido ver la trampa mortal? Sí, allí escrito con todas sus letras estaba el nombre de aquel candidato perfecto que después resultó no serlo: Augusto Picalapiedra.
PLÁCIDO PALACIOS
A don Plácido no había quien le tomara el pelo, eso era seguro. Vestido con su guardapolvo y armado con el plumero o la escoba, vigilaba con ojo de lince a todo el que pasaba delante de su garita de portero. En todo el barrio no había finca mejor guardada, ni más limpia. Y no sólo porque don Plácido se pasara el día mocho en ristre, limpiando hasta que todo relucía. Es que allí no había perro que se desmandara, ni criatura que dejara un recuerdo en forma de chicle, ni despistado que dejara caer al suelo el sobre de la carta que acababa de recoger del buzón. Como un halcón al acecho, don Plácido saltaba sobre el infractor y le daba un buen repaso. A un físico imponente unía una voz estentórea y un vocabulario amplio y preciso, abundante en sarcasmos, capaz de hundir al delincuente en el temor más abyecto.
Más que el portero, parecía el rey de la escalera, o mejor un senescal celoso, preservador del estado impoluto de la mansión de su amo.
Esto de la garita para afuera, claro, ya que de la garita para adentro reinaba su mujer, la portera. Allí don Plácido se convertía de halcón en palomo y hasta parecía más bajito mientras repetía todo el día: «sí, querida».
—¡Plácido, desastre! ¿Qué hacen los calcetines que te acabas de quitar tirados de esa manera en el suelo del dormitorio? ¿Eres un hombre o un cerdito? A recogerlos, ya.
—Sí, querida.
—¡Plácido, ni se te ocurra poner el vaso en el fregadero, que lo acabo de dejar como una patena! Ya lo estás lavando, secando y guardando, cochino, más que cochino.
—Sí, querida.
—Plácido, ¿me has tomado por la criada? El diario de ayer en el sofá, ni hablar. Ya lo estás recogiendo y lo pones en la bolsa de reciclaje de papel.
—Sí, querida.
—Plácido, fíjate cómo me has dejado el comedor. ¿Te has vuelto loco? No voy permitir que esté la casa como un dormitorio de monas. Si quieres tener la garita como una leonera, allá tú, pero aquí dentro, quiero orden perfecto. No sé cómo tu madre te pudo criar tan sucio.
—Sí, querida.
Hasta que un día los vecinos oyeron sirenas, y vieron la garita llena de cintas amarillas con el membrete de la policía y a unos señores con cara de sabio despistado yendo arriba y abajo con sobres de muestras y cajas de polvos.
Algún avispado periodista pudo saber que fue el propio don Plácido quien llamó a emergencias y quien les mostró dónde había dejado el cuerpo de su mujer. Estaba todo muy bien puesto, la casa en orden y ni una gota de sangre por ninguna parte. Ya se cuidó don Plácido de ello, porque él no era un cerdito, ni un cochino. Él siempre lo tenía todo reluciente de limpio, más limpio que el palacio del rey.
Con el tal Augusto ya no sé si era el nombre o la descripción, pero me llegaba como un ser engreido y torpe antes de descubrir el final.
ResponEliminaY desde fuera, que lástima de portera, me he mondado con ella, y pobre Plácido, pasar por cerdo teniendo nombre de león.
Un saludito.