Ja havia donat forma definitiva al text quan vaig llegir per primer cop uns contes d'Horacio Quiroga, concretament El almohadón de plumas, A la deriva, La miel silvestre y La gallina degollada, relats tots que pertanyen al seu recull Cuentos de amor de locura y de muerte. Salvant totes les distàncies, els contes de Quiroga em van demostrar que el lloc on havia anat a buscar la matèria del meu relat era prou adequat: la Natura.
Com expressa un dels seus crítics, Quiroga parla de la natura, no com un marc amable i acollidor, sinó amb tota la seva força implacable i hostil a l'home, que no deixa de ser un estrany que pretén arrencar-ne alguna cosa (menjar, beguda, plaer...) que ella es resisteix a donar-li. Als contes de Quiroga són els animals o els humans reduïts a les seves formes més primàries els executors de les normes naturals. En el meu conte és el propi marc salvatge el que es mostra —no tan hostil com indiferent— a les necessitats i els anhels de l'home. El desert, els pols glaçats, les selves, el mar i l'alta muntanya no regalen res als seus exploradors. Aquesta és la sensació que he intentat transmetre: que les lleis naturals no estan fetes a la mesura de l'home. Aquest sobreviu gràcies a l'acció conjunta amb el grup, però aquestes lleis són inviolables, la seva aplicació no coneix esmenes ni excepcions, i per als qui intenten saltar-les, no hi ha dret a apel·lació.
El día se
había levantado precioso. Andy sacó la cabeza por el ventanuco del dormitorio y
miró atentamente el cielo y las cimas de las ásperas montañas que circundaban
el valle de Bellavista, donde se encontraba el refugio forestal en que había
pernoctado. Un azul límpido aunque aún agrisado, y las siluetas bien recortadas
de las cimas, le dijeron que el tiempo era perfecto. Como era muy temprano
todavía el sol estaba muy bajo; en los picos más altos se encendían chispas de
fuego y los neveros dispersos ya empezaban a reflejar un tenue color dorado,
pero las laderas se encontraban todavía en sombras. La temperatura era fresca,
el aire conservaba la rigidez del frío nocturno y la brisa de finales de
primavera venía cargada con el hálito helado de la montaña. Ni una sola nube
manchaba aquella cúpula diáfana que parecía colocada sobre la cordillera como
una tapa de vidrio en una quesera. Si se mantenía la situación meteorológica, a
mediodía haría calor.
Andy se
vistió rápida y silenciosamente mientras echaba una ojeada un poco burlona al
resto de durmientes, acomodados en las literas colectivas del dormitorio
principal.
«Todos en
ristra, —se decía Andy—, como las morcillas. Parece que nadie sabe ir a ningún
sitio si no es en rebaño borreguero. Y además, ¡hay que ver los polares, los
bastones telescópicos, membranas, botiquines, gafas de sol, GPS, ARVA, y en
fin, toda la parafernalia de material técnico que arrastran con ellos! Banda de
flojeras».
Él utilizaba
la ropa de lana de toda la vida, un bastón sólido de retorcida madera, sus
botas militares y su buen sentido. Era un hombre de entre treinta y cinco y
cuarenta años, de no gran potencia física pero en buena forma y acostumbrado a
las largas caminatas, siempre en solitario; lo que no tenía era experiencia en
alta montaña. Buen tipo, sí, aunque algo pagado de sí mismo. Hijo de la Meseta Central, era
ducho en comerse los quilómetros de una tierra apenas ondulada, pero nada sabía
de riscos y picachos, de las barrancas, los espesos bosques de abetos y las
cumbres ventosas: todo eso era nuevo para él. Aquella iba a ser su primera
travesía en la cordillera, a más de 2.800 metros y en
territorio desconocido. Se la había planteado como un auténtico reto físico y
mental al que anhelaba enfrentarse.
El guarda
del refugio, un hombretón de más de cincuenta años, curtido por años de vida
montañesa, se había levantado cuando las estrellas todavía no habían empezado a
apagarse. Ya había puesto en marcha el generador, cortado la leña y preparado
el almuerzo. En el inmenso hogar crepitaba alegremente un cálido fuego. Cuando
Andy bajó a la sala común y le dio los buenos días, lo encontró silbando una
cancioncilla mientras cortaba enormes rebanadas de pan e iba llenando con ellas
los trenzados cestos de mimbre que después repartía por las mesas. Los termos
de café y té hirviendo aguardaban ya sobre el sencillo aparador de madera sin
barnizar junto a una enorme lechera metálica que quemaba sólo de mirarla. Las
pulcras hileras de vasos, tazas y
platos; los cajones estrechos rebosantes de cubiertos de hojalata, la mayor
parte de los cuales estaban torcidos y desgastados por el mucho uso; las
porciones de mantequilla; los enormes tarros de mermelada casera… todo estaba
listo y esperando el apetito de los excursionistas. A un lado estaban también a
punto el gigantesco bol de cerámica lleno de tomates maduros, el cuchillo bien
afilado, la vieja bandeja de peltre cargada de lonchas de queso, y varios
estupendos salchichones que exhalaban un apetitoso aroma. Andy nunca tenía
hambre cuando estaba recién levantado y se conformó con un café y un par de
tostadas. Ya comería luego.
Poco a poco
fueron bajando el resto de los hospedados y la sala se llenó de ruido y
conversaciones. Proyectos, comentarios sobre el tiempo, preguntas al guarda, previsiones, chistes, risas. De paso se daba
buena cuenta del pan, los tomates, la mermelada y los salchichones. “Qué tragones,
llenarse la panza de esta manera”. Andy era el único que estaba solo y el
guarda se dirigió a él cuando el hombre llevó su plato y su taza hasta el
fregadero.
—¿Es la primera vez que vienes por aquí? Veo
que no estás con ningún grupo. ¿Vas a hacer alguna excursión en solitario?
—Sí, nunca había estado por esta zona. En
realidad, es mi primera travesía. Tengo intención de subir hasta el pico de Águila
Dorada y seguir bordeando la cresta del Despeñadero. Bajaré por allí y esta
noche dormiré en Laguna Negra. Después continuaré hasta Cortarroca. Serán tres
o cuatro días más, supongo.
—¿Tú solo?
—Desde luego.
—De aquí a Laguna Negra es un buen trecho, no
menos de diez o doce horas a ritmo sostenido, y tiene tramos complicados. Si
nunca has seguido un camino como éste puedes tener problemas. La senda está
cortada en algunos puntos. ¿Llevas cuerda y mosquetón?
—No, pero ya me arreglaré.
—Y por si se te hace de noche tendrás que
llevar saco y linterna. En esta época del año y a esta altura el vivaque puede
ser muy duro si no estás acostumbrado.
—Ya ves qué miedo – sonrió —. No se me va a hacer
de noche, tengo buen paso, en serio.
El guarda
iba secando vasos y echando ojeadas hacia Andy. Casi sin darse cuenta iba
calibrándolo con su gran experiencia de las personas y de aquel entorno que
conocía tan bien. Después de meditar unos momentos, volvió a dirigirse a él:
—Esos cinco de ahí, los de la mesa cerca de
la puerta, creo que quieren hacer algo parecido. Podrías añadirte a ellos.
—Ni hablar. Yo siempre voy solo —el tono de
Andy era amable, pero firme —. Me carga mucho tener que acomodarme a los ritmos
de los demás, ¿sabes? Que si éste se para cada hora para beber, que si el otro
hace fotos… Además llevan un par de mujeres. Suelen ser lentas. No, no,
prefiero ir a mi aire.
—No me vengas con tonterías, esas chicas son
dos fieras. Han hecho más travesías de alta montaña que un sherpa nepalí. Vienen
por aquí desde hace años; son primera fuerza, te lo digo yo. Además son todos muy
majos. Y si quieres que te diga la verdad, no creo que sea conveniente hacer la
jornada tú solo, no vas bien preparado. Te puedo recomendar a cualquier grupo.
Andy rió. La
respuesta llegó en tono festivo pero era terminante.
—No me hagas más el artículo, ¿vale? Que yo
no me junto con nadie. Ya soy mayorcito para saber lo que me conviene y lo que
no. Y si lo que quieres es una propina, erraste el tiro — y le guiñó
juguetonamente un ojo —.
Un guía de
montaña profesional estaba sentado tomando un café cerca de ellos y se añadió a
la conversación:
—Perdonad si me meto. Aquí Benja tiene razón,
no lo tienes bien si no conoces el terreno. El grupo que llevo también quiere
ir a Laguna Negra. Iremos por la cresta, pero no por esta vertiente sino por
atrás, es más seguro. Ven con nosotros, no te cobro nada…
—Me parece que sois todos sordos —Andy
empezaba a impacientarse —. A ver, ya tengo experiencia en caminar, de verdad.
Mira, no quiero ser desagradable, pero ¿no vais un poco de enteradillos? No
será para tanto, ¿eh?
Entonces bajó
la voz y susurró confidencialmente:
—Si lo hacen un par de chicas…
—Usted perdone, milord —dijo el guarda irónicamente
volviendo a sus cosas, mientras meneaba la cabeza.
—Se trata de tu seguridad, no de la nuestra —el
tono del guía era más seco, más serio.
—Ya sé lo que hago, hombre. Salgo ahora
mismo, seguro que llego a tiempo. Fíjate, los demás aún le están dando al
desayuno… y a la sin hueso. Les llevo al menos una hora de ventaja.
Andy fue decidido
a la mesa a recoger sus cosas. El guía suspiró y siguió con su café. Andy subió
al dormitorio, arregló rápidamente la mochila, bajó, pagó lo que debía al
guarda y se dispuso a marcharse, despidiéndose en voz alta de todos los
presentes.
—¡Eh, chicos! Nos vemos en Laguna Negra,
¿hace una partida antes de dormir?
Un coro de
voces lo despidió. «Hace, te vamos a desplumar» «A ver quién llega antes, te doy ventaja y ya
veremos» «Huy, huy, uno que nos desafía».
Justo en
aquel momento el guía sintió una punzada de aprensión. Se levantó y llamó a
Andy.
—¿Seguro que no quieres venir? Me iría bien
un poco de ayuda, que todos los que llevo son novatos.
—No, de verdad, es que disfruto más si voy
solo. No insistas, por favor.
Al otro no
se le iba la opresión en el pecho.
—Si quieres podemos mirar un momento tu mapa
y te señalo los pasos más complicados…
—Vale —se resignó Andy por no ser maleducado.
Atendió
apenas a las explicaciones, pero ya tenía la cabeza en otro sitio. Le
molestaban un tanto aquellos aires de protección, eso de que le trataran de
montañero bisoño. Mentalmente, eso sí, porque Andy era incapaz de ser grosero,
los envió a hacer puñetas, a ellos y a todos los expertos alpinistas de aquel
refugio de nenazas. Llevaba más años de excursionismo que pelos tenía en la
cabeza y le querían dar lecciones. «¡Apañados estamos!»
En cuanto
fue posible salió afuera y emprendió el camino a buen paso. «Qué estupendo, ir
solo, qué silencio; no tener que aguantar una banda de atontados cotorreando
sobre lo bonito que es el paisaje y la paz de las alturas. ¡Paz que ellos
mismos contribuyen a romper!»
Decidió que
era mejor tomar una senda alternativa, que aquella pronto parecería el paseo
marítimo de una población de moda en la costa. «Nunca me hubiera imaginado que
encontraría tanto pisaverde en un lugar tan escondido». Examinó el mapa y
empezó a subir por un senderuelo empinado, estrecho y abrupto. Se enroscaba a
la manera de una serpiente por la ladera y en una hora dejó atrás el bosque
para entrar en la zona despejada de prados alpinos. Aún quedaba alguna dispersa
placa de nieve, pero el trayecto era fácil y agradable, el tiempo se mantenía
estable y la temperatura, deliciosa. Andy se felicitaba por su previsión y buen
tino. De peligro, nada. Distinguió al pronto unas negras siluetas por encima de
su cabeza. Eran inconfundibles: buitres negros. Volaban majestuosamente en
círculos a gran altura, y sin duda algo había llamado su atención porque insensiblemente
iban descendiendo. Algo más tarde había más de una docena y estaban ya bastante
bajos. Andy empezó a escrutar los alrededores. ¿Qué podría estar atrayendo a
los animalejos? Nada bueno, seguro.
Y entonces
lo vio. Andy había llegado a una estrechísima torrentera casi vertical, cortada
por un arroyo como un bloque de mantequilla por un cuchillo caliente; al otro
lado de la fuerte corriente había una vaca muerta. No podía hacer demasiado
tiempo que estaba allí, pues aún no eran muy visibles los signos de
putrefacción. La vacada estaba dispersa por toda la empinada ladera, y aunque
estos animales tienen buena pezuña y sentido del equilibrio para sostenerse,
una piedra suelta o un resbalón pueden dar con ellos en el fondo del
precipicio; sin duda era lo que había pasado apenas un día antes. Andy sentía
una gran curiosidad. Jamás había visto un grupo de carroñeros en sus tareas de
limpieza, salvo en un documental televisivo. Sería interesante esperar un poco
a ver qué pasaba. Se sentó en una piedra bastante incómoda, en precario
equilibrio, y decidió quedarse muy quieto para no asustar a nada que quisiera
acercarse. Pero al cabo de más de dos horas el único cambio fue el aumento de
buitres, que seguían girando en círculos como si fueran a seguir haciéndolo por
toda la eternidad, y la aparición de unos cuantos cuervos, o grajos, no los
distinguía bien, que se mantenían a prudente distancia de él, aunque
multiplicaban sus llamadas y saltitos a pocos metros del desdichado cadáver.
Andy se
cansó de esperar, y además el tiempo pasaba y el sol subía cada vez más alto.
Si perdía más horas se le haría de noche a medio camino. Se puso en marcha a
buen ritmo. La cresta se levantaba imponente sobre su cabeza y no parecía estar
cada vez más cerca sino al contrario. Cuanto más se aproximaba, más alta e
inalcanzable parecía, como si se burlara de sus ansias de coronarla. Tuvo que
parar para comer algo, pero un sordo nerviosismo se empezó a apoderar de él. Le
costaba calcular distancias en aquellas condiciones. El horizonte no se
extendía ante sus pies como un mar, sino que paredes altísimas le encerraban en
una caja agobiante. El cielo no era infinito: estaba bien delimitado por un
contorno estrecho, irregular pero firmemente
delineado. Además, la altura ya muy próxima a los 3.000 le pasaba su propia
factura en forma de un bajo porcentaje de oxígeno al que no estaba acostumbrado.
Le costaba mucho más caminar. Él, que trotaba durante horas por los caminos
polvorientos de su tierra, se ahogaba en medio de aquellos peñascos duros, de
aquellos senderos perdedores y pedregosos, resbaladizos, que subían y bajaban
como una montaña rusa, de aquellas laderas rebosantes de piedra suelta y movediza,
traidora, que sólo espera una vacilación para voltearse sobre sí misma y
derribarte al abismo.
No podía
mantener el paso de costumbre. El aire frío y seco combinado con el potente sol
le provocaban una sed muy intensa. Miró el mapa y vio asombrado la poca
cantidad de trayecto horizontal que había cubierto. Con esto no había contado.
Quizá sería mejor no llegar a la cresta por no perder tiempo en subidas, y
seguir por las barrancas intrincadas que formaban su base. También podía
volver, pero Andy no tenía ninguna gana de decirle al tal Benja que no era
capaz de llegar a Laguna Negra. El pobre Andy, como todo el mundo, tenía cualidades
y defectos, pero quizá uno de los más graves era que detestaba que los demás se
salieran con la suya mientras quedaba él en ridículo. Por ahí no pasaba.
Por donde sí
debía pasar era por terreno demoníaco. Ni caminos, ni senderos, ni una mala
estrada, ni siquiera el rastro de una fiera despistada que se hubiera
aventurado por entre las agrestes quebradas. La piedra torturada por heladas y
solanas levantaba barreras casi infranqueables, que sólo con mucha determinación
y esfuerzo podía sortear. Pero por cada una que vencía tenía delante veinte
más. Las horas pasaban y el agotamiento llegó. Se dejó caer. La respiración
entrecortada, las piernas temblonas, el taladro que atravesaba sus sienes sin
piedad, y aquella losa, pesada, que se había instalado en su corazón, ya no le
permitían continuar. «Volver, tengo que volver». Pero al mirar atrás se sintió
sin suficiente energía y decidió descansar. El sol declinaba y a aquellas
hondonadas hacía horas que no llegaba ni el más mínimo de sus rayos; aunque él
estaba empapado en sudor, el ambiente era gélido. Del suelo empezó a levantarse
una neblina al principio leve como una gasa, pero que se fue espesando poco a
poco y le dejó aislado en un mundo blanco y húmedo. La ropa le pesaba, saturada
de humedad por el relente; el sudor se congeló sobre su piel y le robó el calor
interno; el frío despiadado le helaba los huesos, le roía el alma. El sopor le
cerraba los párpados y la cabeza oscilaba sobre el cuello sin que fuera capaz
de erguirla. La oscuridad se cerró.
Llegó un
nuevo día, alegres trinos saludaban la claridad que se extendía por el pequeño
valle de Bellavista. Benjamín, el guarda, hacía ya horas que iba y venía,
atareado con el generador, el desayuno, la limpieza. La noche había sido tan
fría que había tenido que romper una gruesa costra de hielo para sacar el agua
del bidón. La gente almorzaba y llenaba el comedor con la algarabía de
costumbre. Uno de los excursionistas, que armado de unos prismáticos había
salido a dar un corto paseo, le llamó excitado.
—¿Puedes venir? Me parece que hay águilas o
algo así en aquella dirección. No lo distingo bien. Hay muchas.
—A ver, déjame los prismáticos. Sí, ya veo.
Nada de águilas. Son buitres, un buen puñado. Y parece… han visto algo. Hoy
éstos comen, seguro.
—¿Qué puede ser?
—Me dijeron que había una vaca muerta en la
subida al Águila Dorada, pero eso fue hace dos días, no estarían aún ahí…
además, se ven demasiado al oeste para ser eso.
—¿Entonces?
—Vete a saber – le devolvió los prismáticos –.
Algún otro animal, y bastante grande… ¡Por Dios! ¡No me digas que…!
El guarda corrió
a la radio y llamó. «Vamos, vamos». Por suerte su interlocutor, el encargado de
Laguna Negra, respondió deprisa. Imposible ser discretos. La conversación a
gritos, mezclada con los parásitos y la estática, se oía por todo el recinto,
dejando helados de estupor a los hasta el momento alegres huéspedes.
—Laguna, Laguna, aquí Bellavista. Es urgente.
¡Contesta!
—Aquí Laguna. Eh, Bellavista! ¿Cómo andamos? ¿Querías
algo?
—Aquí Bellavista. Todo bien. Oye, ¿llegó ayer
a Laguna un solitario? Andrés Cabrales, se llamaba.
—Aquí no. ¿Crees que se ha perdido?
—Seguro. Era novato, no iba bien preparado.
Dijo que quería pasar por Despeñadero y se ve por allí bastante buitre. ¿Cómo
lo tenéis para una inspección? ¿Todavía están Chema y Paco contigo?
—Están. Sí, pueden ir. ¿Llamas tú a
Emergencias?
—Sí, pero tardarán en llegar. Empezad a
buscar. Quizá lleguemos a tiempo.
—OK. Nos hablamos. Corto y cierro.
Benjamín dio
el aviso a Emergencias. Después salió otra vez fuera del refugio y dirigió la
mirada a los negros puntos que se movían lentamente contra el cielo. El excursionista
de los prismáticos, entre horrorizado y fascinado, era incapaz de despegar los
ojos de las carroñeras. Le parecía increíble que a pocos metros de él se
pudiera desarrollar un drama de vida o muerte.
—Qué impresión, ¿no? Eso de morir y… qué
bichos tan desagradables. ¡Y se trata de una persona!
El guarda
suspiró.
—Si aún están en lo alto, hay alguna posibilidad.
Pero yo no creo que los buitres sean desagradables. Cumplen a la perfección con
su tarea de acabar con deshechos y podredumbre que ensuciarían las aguas y
harían enfermar a los demás animales.
—Eso suena muy duro —el hombre bajó los prismáticos
y le miró asombrado. Los lechuguinos de ciudad, por más que digan amar la
montaña y la vida natural, siempre retroceden aterrados cuando la ven tal como
es en realidad.
—Aquí las imprudencias se pagan caras. Nuestra
Madre Naturaleza es generosa, pero no muy clemente —sentenció Benjamín,
meneando la cabeza con tristeza —. Sus leyes son sus leyes: inapelables.
FIN